2: Una misión espeluznante

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UNA MISIÓN ESPELUZNANTE

A simple vista, el gran remolino de abigarradas estrellas al que el Imperio denominaba Ojo del Terror parecía exactamente lo que su nombre indicaba: un ojo siniestro, resplandeciente, enfocado hacia el espacio, engarzado como una joya maligna en el noroeste de la galaxia. Para muchos era sólo eso. Entre los billones de habitantes del Imperio eran pocos los qué tenían conocimientos de historia, y ninguno de los tecnosacerdotes cuyos grandes motores impulsaban sus enormes naves interestelares de una estrella a otra se había ocupado jamás de explicarles la auténtica naturaleza de ese otro reino, el universo alternativo, insustancial, al que llamaban Immaterium, o simplemente la disformidad. Y no es que se ocultaran esos conocimientos, aunque oficialmente se habría negado su existencia, sino que su difusión era restringida. De ahí que muchos de los más cultos consideraran que la idea de la disformidad como un reino de Caos, habitado por espíritus, monstruos y demonios, era una muestra de ignorancia o la fuente de la que se alimentaban mitos y leyendas, o pura y simple superstición. Es cierto, el Ojo del Terror —conocido también por muchos otros nombres en las regiones que lo rodeaban— era considerado un lugar peligroso. Los tripulantes de la Navis Nobilite procuraban evitarlo. Era una tormenta de disformidad, la mayor de la galaxia, e introducirse en ella suponía tirar la propia vida por la borda.

Para los interesados en las cuestiones académicas de algunos planetas, ni siquiera el Culto del Emperador, la religión oficial del Imperio, debía tomarse al pie de la letra. Si no existían los espíritus, sostenían algunos, era evidente que el Emperador no podía ser lo que se decía que era, y lo que en realidad era, es decir, el más grande entre los dioses.

Ciertamente, podía haber una razón para semejante falta de conocimiento. A lo mejor lo que sucedía era que la ignorancia era lo que convenía al Administratum. Ya había demasiados seres humanos psíquicamente sensibles a la disformidad, y algunos, a menudo inadvertidamente, abrían una vía para que las criaturas de la disformidad accediesen al mundo material. Las consecuencias de ello eran terribles no sólo para sí mismos y para quienes los rodeaban, sino también, en muchos casos, para planetas enteros.

Sucedía así que incluso gentes que vivían en la medialuna de mundos que bordeaban el Ojo del Terror no sabían que hasta los rumores más disparatados se quedaban cortos, porque en el corazón del Ojo había lo que algunos llamaban el Byssos, un agujero en la materia espacial por el que se vertía la energía bruta de la disformidad, mutando y corrompiendo todo lo que tocaba.

Además, alrededor de esa hendidura abierta en la realidad, justo sobre los confines de la terrible tormenta que hacía miles de años que existía y no daba señales de extinguirse, había mundos innúmeros bajo el corrupto dominio del Caos, de los demonios y de guerreros poseídos por el Caos, todos ellos enemigos mortales del Imperio.

Un grupo de personas que no se engañaban sobre su naturaleza eran los tripulantes de la innombrada nave invisible del Imperio, construida en el más absoluto de los secretos. Transportada por una nave espacial desde el planeta Marte hasta una luna sin atmósfera, bajo el control coordinado del Adeptus y de la Inquisición, fue sometida a las pruebas finales. A continuación, con el camuflaje psíquico programado en su valor máximo, puso rumbo a través de la Puerta de Cadia, la única vía navegable para introducirse en el Ojo. Una vez dentro del torbellino estelar, estaba fuera del Imperio. Se encontraba entre los mundos infernales, surcando el vertiginoso mar de la trémula energía celestial, donde la disformidad y el espacio real se superponían.

El exterior de la nave invisible era una jungla de altavoces, torretas y antenas. El Adeptus Mecánicus se jactaba de que la nave era invisible para cualquier sonda psíquica o material que los mundos del Caos pudieran lanzar contra ella. Dentro del estrecho casco, la única iluminación era el amortiguado resplandor verdoso de los instrumentos y de las runas fosforescentes, y lo único que se oía era un murmullo de voces sobre el zumbido de fondo de los motores. A bordo de la nave se encontraban los tecnosacerdotes que habían ayudado a construir la nave invisible, dos navegantes, tres inquisidores, uno de los cuales capitaneaba la nave, medio escuadrón de Marines Espaciales de las Estrellas Purpúreas, incluido el Epistolario Merschturmer, y un equipo especialmente entrenado de psíquicos, cuya tarea consistiría en espiar los reinos ocultos dentro del Ojo.

Y también, atado en un asiento envolvente, medio loco, con la boca crispada por el terror al sentirse rodeado por la energía liberada de la disformidad estaba el desventurado joven cuyos poderes psíquicos descontrolados lo habían sumido en la miseria, el que de algún modo había echado una mirada mental al Ojo y había visto que algo ocurría en su interior, algo peligroso para el Imperio, y que sería el guía de la expedición.

El Bibliotecario Marine Espacial se arrodilló junto al joven y le inyectó un calmante. La mandíbula del psíquico se aflojó y su cabeza cayó sobre el pecho mientras Merschturmer le hablaba en voz queda.

—¿Por dónde?

No era necesario que el prisionero hablara. El equipo entero de psíquicos estaba sintonizado con su mente. No había dos de ellos que vieran exactamente lo mismo, ya que sus propios sistemas nerviosos interpretaban lo que percibía el tembloroso joven, pero también temblaban con él. Ninguno de ellos había tenido antes la experiencia de sentir una energía psíquica con un alcance de años luz en todas direcciones, penetrando en el espacio mismo que ellos ocupaban, mezclándose con el aire que respiraban. Para los psíquicos era como ahogarse en una espuma electrizada. No todos eran capaces de describir lo que sentían, pero para la mayoría era como ver una vasta extensión multicolor en la que se formaban y se disolvían formas abstractas, bloques, cubos y esferas que giraban vertiginosamente.

—La Puerta —musitó el psíquico descontrolado, cerrando los ojos—. Van a abrir la Puerta.

Vieron hacia dónde tendía su mente y dieron instrucciones.

Los dos navegantes consultaron, reunidos en la apretada cabina situada en el morro de la nave invisible, y uno de ellos se dirigió hacia el capitán inquisidor.

—Tal como está, el Astronomicón es apenas perceptible, señor. En esa dirección lo perderemos del todo.

—Pues perdámoslo. No hemos venido aquí para volar con seguridad.

Ambos asintieron, preguntándose por qué se habrían molestado siquiera en informar al comandante de la nave de su inquietud. En parte, era un simple reflejo. Sin el Astronomicón, el inmenso faro de navegación psíquica dispuesto por el Emperador y que extraía la potencia de diez mil psíquicos jóvenes, el Imperio no podría mantenerse. Viajar por la disformidad a más de unos cuantos años luz era imposible sin ella. Para un navegante era una presencia constante de la cual había tenido conciencia desde su nacimiento. Cuando les encomendaron esta misión, ambos supieron que, por primera vez en su vida, podrían perderla de vista. Por primera vez podrían tener que adivinar por dónde iban.

Dieron vuelta a la nave y se sumergieron en la disformidad.

El Astronomicón se debilitó y desapareció. Navegaban sin rumbo.

No obstante, podrían volver. Esa irritante tormenta de disformidad que era el Ojo del Terror sólo difería de otras tempestades cósmicas similares en que era más grande, mucho más grande. El Astronomicón todavía podría brillar a través de ella, pero entrecortadamente, mientras las corrientes del Immaterium rugían y se arremolinaban. Los navegantes trataron de dominar su pánico, conduciendo la nave guiados sólo por las extravagantes configuraciones que se formaban y se desvanecían dentro del Ojo.

Los mundos pasaban a su lado a velocidad de vértigo. No eran mundos normales como los que habrían encontrado en regiones más tranquilas de la galaxia. Eran mundos extraños, de pesadilla, mundos que ni la astrofísica ni la percepción mental eran capaces de explicar. Era como si el interior oscurecido, abigarrado, de la nave invisible fuera una bala metálica de racionalidad en un universo descabellado. Como si no tuviera derecho a estar allí.

A decir verdad, no tenía derecho a estar allí. A pesar de su fortaleza adamantina, el casco de la nave crujía a medida que penetraba en el Ojo, como un submarino que se hubiera sumergido a excesiva profundidad y se encontrara sometido a una presión inaguantable. Sólo que en este caso la presión no era física, sino psíquica. Los protectores gruñían al intentar sortear el foco de la tormenta.

«Aquí. Éste fue el lugar que vi.»

El pensamiento surgió del psíquico descontrolado como una advertencia, como el grito de un niño llamando a su madre. Se acercaba el momento de máximo peligro. Para que el equipo espía pudiera sondear con claridad, era necesario desactivar el camuflaje durante un breve instante, dejando la nave expuesta a los ojos de algún demonio o algún psíquico renegado que pudiera estar mirando en esa dirección.

La posición actual de la nave era demasiado peligrosa. En caso de descubrirse en medio de un torrente disforme demasiado violento, las mentes de todos los tripulantes podrían saltar en pedazos. La nave invisible derivó, dejando que la corriente la llevara hacia un remanso reparador. Allí emergió de la disformidad en la medida en que esto era posible en este reino mixto en que se superponían disformidad y espacio real.

Se desactivó el camuflaje.

Para los psíquicos fue como si alguien hubiera limpiado una ventana cubierta de barro y grasa. Pudieron ver claramente a una distancia de cincuenta años luz. En un planeta reluciente tras otro, mentes del tipo más extraño, más pervertido, quedaron expuestas a su mirada. Pero eso no era todo. Las obras de esas mentes también se les revelaron. Las obras de mentes, de manos y de máquinas maníacas, distorsionadas.

Un panorama sorprendente se abrió a la percepción de los psíquicos. Vieron astilleros de naves de guerra interestelares en un continente tras otro, un planeta tras otro, y para las naves de guerra cuyo tamaño hacía imposible despegar de un planeta por otros medios que no fueran mágicos, astilleros en órbita o, en lo que parecía un magma, flotando en alguna extraña región que no existía en ninguna parte.

¡Naves de combate! ¡Cientos de naves de combate, demasiadas para ser contadas, una panoplia de potencia militar para la que sólo podía haber una razón: desafiar a la Flota Imperial!

Se estaba preparando una armada, una gran flota de combate invasora.

* * *

—¡Es imposible!

El capitán inquisidor hizo un gesto de incredulidad cuando le comunicaron la terrible noticia. Era comprensible. Los mundos del Caos nunca habían sido capaces de organizarse a gran escala, la única gran debilidad del reino del Caos era ser caótico. Dentro del Ojo, la guerra era constante. Por mucho que odiaran al Imperio humano, ni los Dioses del Caos ni sus adoradores eran capaces de cooperar unos con otros. Casi nunca construían nuevas naves de guerra en gran número. Por lo general, las legiones de traidores seguían usando las mismas naves en las que se habían internado en el Ojo miles de años atrás.

Los protectores psíquicos sólo habían estado desactivados un breve instante, pero en los últimos segundos, los psíquicos sintieron la aterradora mirada de alguna inteligencia malévola. Una voz sarcástica, resonante, se repitió como un eco en sus conciencias. Dio la impresión de que hasta el mismísimo adamantium del casco de la nave invisible se estremecía.

—¡OS SALUDO, PEQUEÑOS MÍOS!

—¡Salgamos de aquí! —vociferó el capitán inquisidor. Hasta él había sentido que el demoníaco dueño de la aterradora voz se insinuaba en su mente. Los navegantes no se lo hicieron repetir. Otra vez saltaron a la disformidad. La nave invisible estaba en marcha de nuevo, moviéndose entre las corrientes inmateriales como un pez llevado por la marea.

—No podemos ver el Astronomicón, capitán.

—Limitémonos a salir de aquí, a alejarnos todo lo posible, hasta que lo encontremos.

—Sí, señor.

El desconocimiento del camino de salida les producía una sensación sofocante, aterradora. Tratando de pasar por alto todos los horrores que los acechaban, los navegantes lanzaron la nave espía hacia las profundidades insondables.

¡No! ¡Seguramente no era el camino correcto! Se estaban hundiendo. La disformidad se hacía más densa, cada vez resultaba más difícil ver a través de ella. Muchos navegantes habían aprendido el truco de ver en más de tres dimensiones, de entender las formas y los laberintos en cuatro, cinco o incluso seis dimensiones, pero esto era diferente. Un intrincado laberinto se extendía alrededor, pero era un laberinto de por lo menos cien dimensiones, imposible de desentrañar para cualquier mente humana.

«¿Por dónde? ¿Por dónde?»

—¡Que alguien amordace a ese idiota! —rugió el capitán inquisidor, señalando al psíquico descontrolado, que había perdido los últimos vestigios de cordura que le quedaban. El joven se sacudía en la butaca a la que estaba atado, babeando, con los ojos cerrados, gimiendo sin cesar con la boca abierta. Los navegantes consultaron brevemente. Ambos coincidieron en que no había ninguna opción sensata. Todo dependía de la casualidad.

Hicieron que la nave invisible entrara en barrena, eligieron una dirección al azar y siguieron adelante.

El Epistolario Merschturmer tapó la boca del psíquico descontrolado con un trapo que sujetó con la mano. La fatigosa respiración del hombre predominaba sobre los demás sonidos. La presencia del demonio se había desvanecido. ¿A qué distancia habría estado el ser del Caos cuando los había llamado? A años luz de ellos, tal vez en el espacio real. Probablemente junto a ellos en la disformidad. El tiempo y la distancia no tenían el mismo significado aquí, en el Ojo del Terror.

Por fin el remolino multidimensional se enderezó. Las descabelladas dimensiones extraordinarias desaparecieron plegándose como un cósmico castillo de naipes. En aquel momento, al unísono, los dos navegantes suspiraron aliviados. Desde muy lejos en su visión de la disformidad llegó un leve resplandor perlado, la luz pura de un faro sagrado. ¡La luz del Emperador! Entonando mentalmente sinceras plegarias de agradecimiento, los navegantes volvieron otra vez el morro de la nave, buscando el camino de regreso a la Puerta de Cadia.

En aquel instante, y sin previo aviso, la nave invisible abandonó espontáneamente la disformidad.

Estaba en el espacio real, o lo que se entendía como espacio real en esta región infernal de la galaxia. Aceleraron a fondo los dos motores de disformidad sin resultado. La nave se negaba tozudamente a hacer la transición al reino del Immaterium.

Después de inspeccionar los instrumentos, los tripulantes intercambiaron una mirada interrogante. ¿Sería ésta alguna característica no registrada de la disformidad? ¿Podría haberles ocurrido esto a las otras naves invisibles? ¿Acaso habrían quedado varadas en el espacio? ¿O tal vez se debía a la acción del enemigo?

—Nave desconocida acercándose —dijo una voz trémula, surgiendo de las tinieblas circundantes.

Una pálida fosforescencia iluminó sus rostros al inclinarse sobre las pantallas del escáner. La que se aproximaba era una nave del Caos, sin duda, y estaba cerca. Desde esta distancia era posible calcular sus dimensiones. Aunque no era grande —no mucho más que la propia nave invisible—, provocó una expresión de admiración en el rostro de quienes la observaban.

—Qué extraño… A pesar de todos los adornos, por llamarlos de alguna manera, reconozco el diseño —dijo un tecnosacerdote—. Fue construida en los astilleros orbitales de Marte hace unos diez milenios. El modelo dejó de fabricarse después de la Herejía de Horus, y sin embargo, parece nueva. Salvo por los adornos, por supuesto…

Los adornos, como él los llamaba, eran bastante grotescos. Era como si el pequeño crucero espacial hubiera contraído un cáncer o sufrido una mutación y estuviera lleno de excrecencias carnosas. En algunos puntos parecía aplastado y en otros, hinchado. De su parte frontal sobresalía un par de gigantescas garras de color coral. Frondas, espiras y aletas de brillantes colores verde, lavanda y escarlata daban al casco principal el aspecto de un pez exótico.

El navegante aceleró el motor de espacio real, pero sin éxito. El crucero del Caos igualó fácilmente su velocidad y siguió acercándose. La nave invisible carecía de armamento externo, pero la que se aproximaba tampoco daba muestras de utilizar el suyo. Se abalanzaba sobre ellos con sus grandes garras extendidas.

—¡Preparados para rechazar el abordaje! —ordenó el capitán inquisidor.

Ya había adivinado lo que estaba a punto de suceder, a pesar de que parecía imposible. La nave del Caos se expandió y llenó toda la videopantalla, como si le hubieran aplicado un cristal de aumento. Se produjo un estruendo ensordecedor acompañado de pequeños chasquidos y seguido por el silbido del aire que se escapaba mientras la pared curvada de la larga y estrecha cabina se hundía hacia adentro.

¡Las garras del crucero enemigo estaban haciendo mella en el adamantium puro del casco!

Todos, excepto los Astartes, se pusieron las mascarillas de oxígeno. Los Marines Espaciales no las necesitaban, podían sobrevivir sin protección en el vacío absoluto. En este caso nadie las necesitó de todos modos, ya que el crucero del Caos se acopló a la nave invisible, apresándola con sus poderosas garras, abrió una brecha en su casco y selló los bordes del agujero, evitando que siguiera perdiendo el aire.

Una voluminosa figura vestida con una servoarmadura de color carmesí se abrió paso pesadamente a través de la brecha. Al igual que la nave de la que había salido, la armadura parecía haber sufrido una especie de mutación ya que estaba llena de grotescas excrecencias de colores resplandecientes. El extraño ofrecía un llamativo contraste con los Marines Espaciales, cuyas servoarmaduras, aunque casi tan voluminosas, eran de líneas puras y brillantes.

El intruso parecía haber previsto lo que se iba a encontrar. Apuntó al pecho del Marine Espacial que iba a la cabeza con un lanzallamas sibilante, que abrió instantáneamente una brecha en su cota de malla y en el caparazón negro que aumentaba su caja torácica, carbonizándole el corazón y los pulmones. No había terminado de caer todavía, cuando otro Marine vengó a su camarada atravesando espectacularmente la armadura decorada del atacante con la espada sierra que llevaba en una mano y partiéndolo en dos con el hacha de energía que llevaba en la otra.

Los Estrellas Purpúreas no sacaron sus pistolas bólter porque sus disparos hubieran rebotado en las paredes de adamantium, matando por igual a camaradas y enemigos. Sus armas eran las espadas sierra y las hachas de energía, y con gritos salvajes acudieron al lugar del abordaje donde otros invasores bestiales trataban de introducirse a través de la brecha abierta. Al fondo de ésta podía verse un rojo resplandor, del cual, como surgidos de las llamas de un horno, salían más guerreros del Caos con armaduras similares a las del primero. Merschturmer se dio cuenta de que no podía identificar, por los intrincados diseños, a cuál de los Poderes Ruinosos servían, si es que servían a alguno, ya que no todos los renegados del Caos habían comprometido su alianza con alguna deidad repugnante. Sin embargo, detrás de ellos aparecían unas criaturas que podrían haber sido humanas en otra época y que iban completamente desnudas. Tenían unas largas pinzas en lugar de brazos, cascos en lugar de pies y piernas de cabra y caras de bestias astadas. No llevaban armas, pero sus pinzas cortaban como cuchillas y un golpe de sus cascos podía destrozar un miembro a cualquiera o partirle la espalda, como pronto quedó demostrado.

Los intrusos no tenían el menor reparo en disparar sus lanzallamas y sus bólters en la estrecha cavidad de la cabina, y armaban un jaleo enorme. El equipo de psíquicos se retrajo mientras los Marines combatían mano a mano con los guerreros armados, que prácticamente los doblaban en número, en un despliegue de desenfrenada ferocidad. Haciendo gala de gran valentía, los tecnosacerdotes se sumaron rápidamente a la refriega, procurando enfrentarse a los que iban armados de hacha y espada para que los Estrellas Purpúreas tuvieran libertad de acción. No estaban a la altura de los monstruos del Caos. Hubo una carnicería de brazos y piernas cortados mientras aquellas bestias proferían aullidos de alegría al ver cómo caían los sacerdotes con gritos y ríos de sangre.

Los intrusos del Caos vestidos con armadura también aullaban mientras combatían con ardor y decisión en medio de los disparos de las pistolas bólter, de los golpes de las hachas de energía y del zumbido de las espadas sierra y de las llamaradas bisbiseantes que recorrían sin piedad la nave invisible. Al parecer, para ellos la lucha a muerte sólo era un juego. El espacio cerrado de la nave se llenó de un vaho sanguinolento.

Entonces, una criatura diferente saltó de la nave del Caos, una criatura cuya forma era imposible discernir, pero que chisporroteaba y chasqueaba con una energía azul mientras avanzaba ruidosamente por la cabina sembrando la muerte a su paso.

El Epistolario Merschturmer sabía que esa cosa horrorosa era una materialización de la disformidad, y apartando de sí la forma ahora crispada de una de las bestias armadas con pinzas, concentró su mente y descargó toda su potencia espiritual en un disparo de pura energía psíquica. La criatura de la disformidad estalló como un relámpago y se desvaneció.

De repente, volvió a reinar el silencio, interrumpido sólo por los estertores de agonía de los moribundos. Todos los Marines Espaciales excepto él estaban muertos, lo mismo que nueve o diez renegados del Caos y una docena de monstruos desnudos provistos de pinzas. También yacían muertos todos los tecnosacerdotes. El propio Merschturmer estaba malherido al haber recibido en pleno abdomen una llamarada de una pistola lanzallamas.

La nave del Caos se estaba desacoplando, soltando sus garras. Se produjo una explosión al despresurizarse parcialmente la cabina y penetrar el aire en el vacío antes de que el sellador de emergencia de la nave invisible ocupara su lugar bloqueando el orificio abierto con una especie de pegote de barro. El oxígeno empezó a salir con un silbido, y se restableció la presión normal.

Resultaba extraño ver a aliados y enemigos apilados en un espacio tan reducido, y su sangre mezclarse y coagularse como si fuera una sola. El hedor de la sangre derramada y la carne chamuscada era asfixiante. Merschturmer luchó para mantenerse consciente y paseó su mirada por la cabina, buscando a alguien que siguiera con vida y tuviera capacidad de acción. Delante de sí, en el morro de la nave, vio a uno de los dos navegantes con la cabeza destrozada. En aquel momento, el segundo navegante, con un brazo convertido en una masa sanguinolenta, levantó la cabeza, con la cara contraída por el dolor y miró al Bibliotecario con expresión desesperada.

Mirando a la pantalla externa de visualización, el Epistolario Merschturmer vio que la nave del Caos se retiraba.

—Prueba el motor de disformidad —dijo jadeante.

El navegante obedeció, arrastrándose hasta el puesto de mando. Con el brazo sano tiró de una palanca de control mientras entonaba una plegaria, aunque las palabras salían con dificultad de entre sus dientes apretados.

La nave cayó en la disformidad.

—Salgamos de aquí —ordenó Merschturmer con voz de ultratumba—. Volvamos a Cadia.

No sabía si el navegante podría permanecer consciente el tiempo necesario para cumplir su función, ni siquiera si viviría hasta conseguirlo. Los escasos estertores que aún se oían fueron apagándose a medida que la vida abandonaba a los que todavía podían sentir dolor.

Entre ellos se encontraba el psíquico descontrolado, el pobre desgraciado que se había salvado de ser quemado por brujo en su primitivo planeta de origen, que había escapado de las manos del Adeptus Astra Telepática y de ser sacrificado al Emperador como un trozo de carne psíquica. Aquel joven cuyo nombre ni siquiera se habían molestado en preguntar y que ahora se enfrentaba al destino que más temía, mientras la sangre vital se escurría de su aplastada cavidad torácica y emitía un último sollozo de desesperación al sentir que su alma se sumía en el infierno.

* * *

—¡Se avecina una Cruzada Negra!

—¡Imposible! Hace un milenio y medio que no se ha organizado ninguna.

—Nunca se ha organizado una como ésta.

La oficina privada del Comandante General Militar del Segmentum Obscurus de la Flota Imperial era un santuario de calma y silencio. Los paneles de madera que recubrían las paredes estaban tallados con escenas del glorioso pasado de la flota, batallas libradas, mundos conquistados, planetas destruidos, naves de socorro aniquiladas en condiciones aparentemente imposibles. También estaban allí grabadas las tristes imágenes de comandantes de otra época con sus uniformes de gala y sus pechos cubiertos de medallas, que contemplaban desde la madera veteada como recordando torvamente al funcionario actual la seriedad de su cargo.

Sentados con el comandante en torno a una mesa de caoba con incrustaciones de platino estaban todos sus almirantes con sus chaquetas de cuello alto. Acaba de darles toda la información que había traído la nave invisible enviada al Ojo del Terror por la Inquisición, con la asistencia del Adeptus Mecánicus. Un solo hombre había regresado vivo a bordo de la desvencijada nave espía cuyo interior semejaba un osario. Había sido el único navegante superviviente que la había guiado de regreso a Cadia. Por fortuna, el Bibliotecario que había acompañado a la misión de los Estrellas Purpúreas, Merschturmer, había grabado un informe completo antes de morir a causa de las heridas recibidas. En un acto final de heroísmo había conseguido incluso retirar las glándulas progenoides de los cuerpos destrozados de sus camaradas caídos para su reimplantación.

Todavía se estaba estudiando y evaluando exhaustivamente el informe del Bibliotecario, pero correspondía al comandante general del Segmentum Obscurus, el Comandante General Militar Drang, tomar una decisión. El Ojo del Terror pertenecía a Obscurus, uno de los seis segmentum en que estaba dividido el Imperio. Y aquí, en Cypra Mundi, tenía su base la Flota de Combate Obscurus, la fuerza que tendría que actuar en caso de iniciarse una acción.

A juzgar por el informe que tenían ante sí, tendría que haber acción, y pronto.

Nadie sabía cuántos mundos habitados por humanos había dentro del Ojo del Terror. Era probable que hubiera tantos como los que había en el propio Imperio humano. Y también era probable que esos mundos tuvieran la misma densidad de población. A veces se llamaba Imperio del Caos al Ojo aunque existía la posibilidad de que fuera un nombre de fantasía ya que no era en absoluto un imperio, sino más bien una mezcla desorganizada. Si los poderes del Caos habían aprendido por fin a organizarse, la perspectiva realmente era terrible. El propio Imperio se vería amenazado de aniquilación. La prueba de tortura a la que se había sometido el propio Emperador, para preservar a la humanidad de los horrores del Caos, habría sido inútil.

—Caballeros —dijo el Comandante Drang con voz serena—, no es difícil adivinar la intención del enemigo. No es ésta la primera vez que ha salido del Ojo en una cruzada para conquistar los sistemas planetarios circundantes. En el pasado, todas esas cruzadas fueron contenidas y derrotadas. Pero la que ahora se nos ha revelado es de una escala diferente. El enemigo está construyendo una flota de combate capaz de ocupar Cadia, guardián de la Puerta de Cadia, desde donde podrá invadir todos los mundos que lindan con el Ojo al sur de la galaxia. Estos mundos le proporcionarán una base desde la cual lanzar una guerra de grandes proporciones, tanto en el Segmentum Obscurus como más allá.

»Por supuesto que perderán esa guerra —prosiguió el Comandante—. De verdad no creo que vayan a segregarse del segmentum. Pero nuestro deber es evitar que esa guerra se produzca. Caballeros, debemos definir una estrategia.

Drang hizo una pausa, elevó su cáliz y aspiró profundamente el humo que desprendía la mezcla de hierbas dulces que ardían en su interior. Los demás, siguiendo su ejemplo, aspiraron de las copas que tenían ante sí.

El más joven de sus almirantes, que tal vez no había aprendido todavía que no debía cuestionar nada de lo que dijera el comandante, aprovechó la oportunidad para hablar.

—Mi señor, ¿podemos confiar en la fiabilidad de esta observación? Jamás se ha organizado antes una Cruzada Negra, y todo lo que tenemos son informes de los psíquicos, ninguna prueba material.

—Después de ese informe se envió otra nave invisible del modelo antiguo al interior del Ojo, aunque sin Marines Espaciales a bordo —respondió Drang—. Jamás regresó. Sin embargo, los psíquicos más poderosos del Imperio han dirigido sus poderes hacia el interior del Ojo y confirman que algo se está fraguando allí, algo sin precedentes y muy peligroso.

Exhalando pausadamente el humo de las hierbas por sus fosas nasales, Drang pasó revista a los almirantes con su único ojo normal y con el monóculo implantado que sobresalía sus buenos cinco centímetros de su cuenca derecha. Los almirantes soportaron con estoicismo su pétrea mirada y la mantuvieron. Ninguno se atrevió a parpadear ni a bajar la vista. El juego de los monóculos ampliadores de la visión era una especie de tradición en la flota de Obscurus, pero el que llevaba el comandante imperial era diferente: era un implante, no un aparato auxiliar. Todos conocían la historia de cómo había perdido el ojo derecho cuando era un joven capitán de flota, en un encuentro con incursores orkos. Podría haberse hecho implantar un ojo natural, pero había preferido esta prótesis ocular. Se decía que era única e irreemplazable. Incluso circulaban algunos rumores sombríos sobre ese monóculo. Había quienes decían que había sido hecho por un tecnosacerdote genial a quien Drang había ordenado matar después de la implantación para asegurarse de que fuera irrepetible. Según otra versión, el monóculo había sido obtenido en otro planeta que Drang había ordenado exterminar para satisfacer su anhelo de poseer algo exclusivo.

Fuera cual fuese la historia real, lo cierto es que Drang presumía de que, desde la cubierta superior de una nave de combate en el vacío absoluto, era capaz de detectar una nave de guerra enemiga a medio año luz de distancia.

—He aquí mi propuesta, caballeros —dijo lord Drang—. Prestaremos un servicio al Emperador eliminando la amenaza en su mismo origen. Será una maniobra que jamás se ha llevado a cabo con anterioridad. Una incursión masiva de fuerzas navales al Ojo, cuya objetivo será aniquilar la flota de invasión mientras se encuentra en los astilleros de construcción. Entraremos por la Puerta de Cadia y los atacaremos antes de que se enteren de lo que está sucediendo, y nos retiraremos de inmediato —se encogió de hombros—. Es una pena que no podamos desembarcar fuerzas de tierra y fortificar unos cuantos planetas, pero una acción de tal naturaleza ha sido descartada al más alto nivel. Como todos ustedes saben, el Ojo del Terror es un lugar muy extraño. El Adeptus Terra cree que el riesgo de contaminación mental es demasiado grande como para dejar que fuerzas imperiales pasen allí algún tiempo.

Cuando Drang hacía una propuesta, todos los presentes sabían que se trataba de una orden. Éste era un plan que rayaba en la locura, pero no se discutía con el Comandante General Militar. La discusión quedaría restringida a las formas y medios de llevar a cabo lo que Drang había expuesto.

—Naves de combate de clase gótica, respaldadas por cruceros pesados de clase Estigia y Hades constituirán el grueso de la fuerza de ataque —continuó—. Participarán en el ataque todos los integrantes de la Flota de Combate Obscurus, a excepción de los que deban quedar en reserva. Y una vez que haya consultado con mi buen amigo, el Comandante General Militar Invisticone, estoy seguro de que podemos confiar en que se nos unan fuerzas importantes de la Flota de Combate Pacificus —Drang esbozó una sonrisa amarga—. No creo que Invisticone quiera dejarme a mí toda la gloria.

Los servidores trajeron más hierbas para rellenar los cálices de oro. La conferencia de los almirantes adquirió una inflexible determinación. Se siguió hablando de la planificación hasta bien entrada la noche y la conversación se prolongó hasta después del amanecer.