1: El grito del psíquico

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EL GRITO DEL PSÍQUICO

—¿Es él? —preguntó el Bibliotecario Marine Espacial.

—Es él, lexicanium —respondió el guardia tecnómata en tono coloquial y amable—. Fue traído hace treinta días, enviado por la Schola Psykana.

El Epistolario perdonó mentalmente al guardia por responder a preguntas que no le habían sido formuladas. Un tecnómata tenía una personalidad rudimentaria. Le habían lavado el cerebro por alguna infracción cometida o, posiblemente, había crecido en una cuba para servir a los fines del Administratum, sólo conocía una función y no podía desempeñar ninguna otra. Sin duda, era incapaz de captar los matices del protocolo y de observarlos al dirigirse a una persona de rango superior.

El Bibliotecario podía ver el interior de la celda en una pantalla vacilante que había junto a la puerta. El pálido joven que la ocupaba estaba acurrucado sobre un banco. Estaba vestido con una sola prenda muy sencilla de piel curtida, guarnecida con flecos en los puños y en el bajo, con toda probabilidad, la vestimenta del mundo primitivo de donde lo habían sacado.

Incluso desde donde estaba, el Bibliotecario pudo percibir su miedo casi incontrolable.

—Sácalo de ahí.

Los ojos protegidos del guardia se oscurecieron, pasando a la modalidad de infrarrojos que usaba para escoltar a los prisioneros. La pesada puerta de hierro forjado se abrió con un chirrido metálico, y el fornido tecnómata entró pesadamente en la celda, obligando al joven a levantarse y a salir al pasillo.

El Bibliotecario vestido de negro y el primitivo vestido de cuero se miraron, el uno con curiosidad distante y el otro con aprensión. El Bibliotecario sabía que el joven también podía sondear su mente, y eso era lo que más lo asustaba. No sabía por qué había sido llevado allí. No sabía quién o qué era el Bibliotecario. No sabía qué le tenían reservado. No tenía sentido tratar de tranquilizarlo. De saberlo, lo más probable era que el terror paralizara su corazón.

—Ven —el Bibliotecario se volvió y empezó a andar por el largo corredor, seguido por el guardia que de tanto en tanto ayudaba al prisionero, cuyas rodillas amenazaban con desfallecer.

Una característica de Marte, patria del Adeptus Mecánicus, es que no había un nivel normalizado de tecnología. Las artes más evolucionadas, es decir, las más prehistóricas, convivían con las más burdas improvisaciones modernas. Los escáneres visuales para vigilar el interior de las celdas habían sido fabricados por jóvenes preiniciados como ejercicio experimental, y utilizaban discos giratorios cargados en lugar de pantallas eléctricas de exploración. Al final del largo corredor, en cuyas paredes de hierro brotaba la humedad produciendo un moho verdoso, y detrás de cuyas hileras de puertas de hierro languidecía más de un silencioso cautivo del Adeptus, había un montacargas con puertas de bronce plegables que se abrieron de golpe con gran estrépito metálico. Los tres hombres de orígenes tan diversos entraron en el montacargas. El tecnómata cerró las puertas y tiró de una pesada palanca. Se produjo un ruido y una sacudida, y se oyó el roce tirante de los cables que hacían subir el montacargas.

Arriba, arriba, arriba, en un ascenso interminable.

En lo alto de la torre más elevada de esta parte de Marte, las gruesas ventanas deterioradas por la intemperie permitían contemplar una vista panorámica de miles de kilómetros del que todavía se conocía como Planeta Rojo. En general, su tonalidad rojiza no se debía, como había sucedido en épocas anteriores, a sus desiertos color ocre, sino al óxido. Lo que había al pie de la torre se parecía más bien a una selva descontrolada en descomposición, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pero la selva no era natural. Estaba formada por maquinaria gigantesca, tanto nueva como abandonada; por ciudades abigarradas, tanto de reciente construcción como abandonadas; por colosales obras de ingeniería, algunas de ellas retorcidas y hundidas y rodeadas por un halo aceitoso de contaminación. En realidad, era el resultado de los casi cuarenta siglos del Culto al Dios-Máquina, de la adoración de la máquina. Porque había sido aquí, y sólo aquí, donde las artes científicas se habían preservado para la especie humana durante los largos siglos oscuros de anarquía que habían sumido a la Tierra en la barbarie. Durante ese tiempo, los adeptos de Marte apenas se habían molestado en eliminar los desechos y limpiar las zonas de almacenamiento de chatarra. Dedicados como estaban a la sagrada tarea de fabricar cosas nuevas, los tecnosacerdotes del Dios-Máquina consideraban reliquias sagradas las obras de épocas pasadas. Por ello, la maquinaria de Marte se extendió como un cáncer, apilándose sobre la superficie del planeta.

Aquí y allí se veían todavía retazos del desierto original. Cuando se levantaba viento, la antigua arena era arrastrada hasta las obras del hombre, acumulándose y erosionando su herrumbrosa superficie y dejando una pátina de rojo polvo marciano en la superficie metálica. Pero en cuanto volvía la calma, el triste sol brillaba imperturbable en el cielo rosado, un cielo en el que podían verse objetos alargados, centelleantes, moviéndose a sus anchas de una parte a otra del horizonte, siguiéndose unos a otros en una procesión ininterrumpida. Eran los muelles y fábricas orbitales que también formaban parte de la monolítica industria marciana, y de los que salían las naves de la Flota de Combate Solar y otras construcciones especializadas que necesitaban gravedad cero.

Tras abandonar el montacargas, los tres hombres fueron conducidos por un secretario lexómata a la oficina del Tecnomago Ipsissimus.

El tecnomago tenía una edad venerable. Eran pocos los que sabían con exactitud cuántos años había vivido, sólo el reducido grupo de sus tecnosacerdotes personales y el Mago Biologis que se ocupaba de las alteraciones de su cuerpo. Su rostro envejecido, surcado por las arrugas, tenía una expresión de dolorosa ansiedad mientras, vestido con su túnica escarlata y sentado ante una mesa de electrum tachonada de zafiros, mantenía una conferencia con un visitante que era el emisario del Representante Inquisitorial, uno de los Altos Señores de la Tierra. Dio la impresión de que la entrada del prisionero le había pasado casi desapercibida.

El emisario, ataviado con un espléndido tabardo azul y una capa a juego, escuchaba con atención las palabras del tecnomago.

—Hace ciento setenta y ocho años —decía Ipsissimus— que la Inquisición envió una nave invisible al Ojo del Terror. El motivo es simple. De las aproximadamente veinte naves espía enviadas, ninguna volvió ni consiguió enviar información útil.

—El Ojo es un lugar muy peligroso —señaló con serenidad el emisario del Representante Inquisitorial—. Hay quienes piensan que es mejor dejarlo como está.

—¡Ja! —Ipsissimus levantó las manos con gesto exasperado—. ¿Dejarlo como está? ¿Y que cause todos los estragos que pueda? Sí, ya lo sé, la gente tiene opiniones diferentes sobre los peligros que representa… no se divulga todo. Pero sin duda ustedes, los de la Inquisición, saben mejor que nadie que es el mayor peligro al que puede enfrentarse la especie humana. Vamos, no frunza el ceño. No pretendo ser irrespetuoso con la Inquisición… No tiene ningún sentido enviar naves y hombres a una destrucción segura sin un objetivo. Pero el problema subsiste. Me ha preocupado y llevo unos cuantos años pensando en ello. He estado trabajando en un nuevo tipo de nave invisible. Tiene diez veces más capacidad de camuflaje que el modelo antiguo. ¡Podría recorrer el Ojo de un extremo a otro sin ser detectada! Va mejor armada y es mucho más grande, de manera que puede transportar más tropas de combate por si es detectada. ¡Mis esfuerzos han valido la pena!

El emisario ignoró cortésmente semejante presunción por parte del tecnomago. La edad tiene sus privilegios.

—¿Es viable una nave de tales características? —preguntó pensativo—. ¿Es posible siquiera? Recuerdo las dificultades que tuvimos con las antiguas naves invisibles. Fueron más un acto de desesperación que otra cosa, y estábamos convencidos de que eran las mejores que podían construirse.

—Eso puede achacarse a la ingenuidad de los adeptos, y en especial a la mía propia. Nos incomoda nuestra incapacidad para resolver un problema, ya que pone en tela de juicio nuestra devoción al Dios-Máquina.

El prisionero vestido de cuero profirió un gemido. Hasta ese momento había permanecido en silencio, de pie a un lado de la estancia, sostenido por el brazo experto del guardia, casi sin atreverse a mirar por las gruesas ventanas de glasita, indiferente a la conversación que allí tenía lugar. El hecho de ser transportado de las profundidades de una olvidada mazmorra hasta la cima de esta torre que desde su altura de tres millas imperiales dominaba la superficie del planeta, de ser expuesto a la auténtica luz solar y al panorama que se extendía allí abajo, lo había dejado atónito, más que cualquier otra experiencia que hubiese vivido jamás. Se encogió cuando todos los rostros se volvieron hacia él y empezaron a flotar a su alrededor palabras desconocidas, intimidatorias, en dialecto gótico.

—Este joven estuvo a punto de ser quemado por brujo en algún planeta abandonado de la mano del Emperador —dijo el Tecnomago Ipsissimus—, cuando fue recogido por agentes del Adeptus Astra Telepática. Es un psíquico muy poderoso, realmente muy poderoso, uno de los más poderosos que he conocido en muchos aspectos. Se consideró que se extinguiría demasiado pronto como para que valiese la pena formarlo como astrópata, de modo que fue enviado a servir en el Astronomicón. Pero incluso allí fue rechazado por su inestabilidad… parece ser que hasta el Astronomicón tiene sus exigencias. Fue devuelto a la Schola Psykana para una revisión, y hubiera sido sacrificado al Emperador como cualquier psíquico incontrolable de no haber sido por ciertas visiones que comunicó. Como esas visiones están relacionadas con mi proyecto de nave invisible, ordené que lo trajeran aquí.

—Pues para alguien nacido con una incapacidad tan manifiesta, parece que tuvo una suerte increíble al conseguir escapar de la muerte con tanta insistencia —dijo el emisario con una sonrisa algo forzada.

—Huram. Puede que no sea exactamente así —murmuró el tecnomago—. ¿Qué piensas de él, lexicanium?

—Al parecer no ha caído bajo el influjo de ningún tipo de posesión demoníaca —respondió el Bibliotecario, mirando de nuevo al psíquico primitivo—, lo cual es poco habitual en alguien de talento tan avanzado… puede que haya sido su «suerte» una vez más. Sufre una terrible tortura, y se encuentra en una situación muy inestable, debido sobre todo al hecho de vivir dominado por un terror constante.

—Terror, sí terror. Haz que nos hable sobre el Ojo del Terror.

A la sola mención de esa frase, que no había conseguido oír antes cuando su mente estaba absorta en el paisaje de abajo, el psíquico profirió un prolongado aullido:

—¡La Puerta! ¡La Puerta! ¡Huyamos! ¡Se está abriendo la Puerta!

—La Puerta, así es como llama al Ojo del Terror —dijo Ipsissimus con tono grave al emisario—. Una especie de metáfora. Una puerta cósmica sobre la disformidad. Sus visiones son fragmentarias, pero la Schola Psykana está plenamente convencida de que ha visto algo importante que está sucediendo allí, algo de lo que debemos enterarnos. Por lo tanto, propongo que enviemos la nueva nave invisible al Ojo del Terror. Es probable que así consiga averiguarlo.

»Permítame que le presente al Bibliotecario Merschturmer, del Capítulo de las Estrellas Purpúreas del Adeptus Astartes —añadió el tecnomago, haciendo un gesto de asentimiento—. Si da su aprobación, él acompañará a la misión y actuará como astrópata, por si fuera necesario tratar de enviar un mensaje al exterior del Ojo.

La voz vacilante del astromago hizo una pausa. El emisario miró al Bibliotecario por primera vez y le dedicó una leve inclinación de cabeza con frío pero genuino respeto. Cualquier Marine Espacial, por su antigua, aunque indirecta, vinculación con el Emperador, era objeto de cierta admiración, al margen de sus cualidades casi sobrehumanas.

En ese momento, el psíquico descontrolado, con un movimiento convulsivo, se liberó de la sujeción del guardia y cayendo de rodillas ante los ancianos tecnomagos habló con voz ahogada, desesperada, pronunciando las vocales con el extraño acento de su planeta de origen.

—¡Nobles señores, os lo ruego, no me matéis!

—¿Matarte? —exclamó el mago enarcando sus pobladas cejas—. No estábamos pensando en matarte.

—¿Qué te gustaría que hiciéramos contigo, joven? —preguntó el emisario del Representante Inquisitorial, mirando altivamente al suplicante cautivo y dedicándole un gesto despectivo.

—¡Podéis dejarme inconsciente, como un vegetal, y mantenerme vivo para siempre! ¡No me dejéis vivir, pero tampoco morir! ¡Si muero, mi alma irá a parar al otro lado de la Puerta!

—Quiere decir a la disformidad, señores —explicó el Bibliotecario—. Ha visto en el interior de la disformidad y tiene miedo de lo que ha visto.

—Anímate —dijo el venerable tecnomago, avanzando con paso vacilante hacia el psíquico, al que cogió suavemente por un brazo e hizo que se pusiera de pie—. Estás llamado a prestar un gran servicio al Imperio. Tendrás valientes compañeros. Vas a ir al interior del Ojo del Terror, el lugar al que tú llamas la Puerta. Allí tu talento nos será muy útil. Junto con otros como tú, si el Emperador da su aprobación, descubrirás lo que está sucediendo allí.

Al escuchar estas palabras, el cuerpo aterrorizado del psíquico se puso rígido y sus ojos se desorbitaron.

Con un grito sofocado, el Epistolario Merschturmer retrocedió vacilante y se llevó las manos a la cabeza como si le hubieran dado un golpe. El emisario del Representante Inquisitorial y el tecnomago también retrocedieron, porque no había emitido un solo sonido, el psíquico había lanzado un grito mental, es decir, un grito psíquico que atravesó todas las conciencias vivas que lo rodeaban. Un discordante, desgarrador aullido mental de un horror inmenso, absoluto, un grito de terror y desesperación.