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—Su idea de poner un aviso no era mala —declaró el doctor—. Hay infinidad de gente dispuesta a mover cielo y tierra para ayudar a los que sufren porque se les escapó un perrito. El cejudo, que tiene buena mano, redactó el aviso y a los pocos días nos trajeron la perra.

Casi me levanto a darle un abrazo. Murmuré:

—¿Por qué tardó tanto en decirlo?

Se me quebró la voz.

—Porque si le explico el proceso precipitadamente, usted, que nunca oyó hablar de estas cosas, no entiende nada.

Calló, como si no tuviera más que decir. Por no encontrar mejor manera de preguntarle por qué no me la devolvía ahí mismo, exclamé:

—¡Qué bueno! ¡Así que la recuperamos a Diana!

—A su alma. Como usted no ignora, en el ínterin, se complicó la situación.

—No entiendo —dije—. Ahora que la tenemos ¿me la va a negar, doctor?

—De ningún modo. Eso sí, debe compenetrarse de las dificultades que enfrentamos.

—Le quedo agradecido por todo lo que hizo, pero ¿por qué no la trae? Me muero de ganas de verla.

—¿Cómo está ahora?

Le aseguro que esa pregunta me causó el efecto de un mazazo. Logré apenas balbucear:

—No me diga que va a traerme la perra.

—No, no —respondió con una sonrisa tranquilizadora— pero veo que va entendiendo.

Muy asustado contesté:

—Le aseguro que no.

—Sin embargo, sabe que el cuerpo de su señora está ocupado por la chica de la Plaza Irlanda.

Yo no podía creer lo que oía.

—Si está, es por su culpa —grité—. Sáquela. Sáquela inmediatamente.

Me dijo:

—No me pida que haga mal a nadie. Mi obra pierde todo el sentido si aumento la desdicha de una sola persona.

—O me equivoco o usted se considera un gran benefactor. Ya veremos qué piensa la gente cuando se entere.

—Por lo menos oiga antes de juzgar. Le dije que no quiero aumentar la desdicha de nadie. Lo incluyo a usted.

—Entonces no tiene más que devolverme a Diana.

—Estamos en eso —me dijo—. ¿Me permite una explicación?

—La considero inútil.

—Yo no. Yo le debo una explicación, aunque usted quizá no la merezca. En el Instituto, aquí no más, teníamos una enferma incurable, pero lindísima, una chica maravillosa. Pensé…

—¿Qué pensó?

—Mire, le prevengo que es tan linda como la señora Diana. Más joven aún ¡y de una delicadeza en los rasgos!

A esa altura de la discusión adiviné a quién se refería. Bastante indignado le dije:

—Hay pocas mujeres lindas como Diana.

—Verdad. También es verdad que esta chica es muy linda.

—No va a comparar.

—Primero la ve y después hablamos.

—Ya la he visto. Usted me cree idiota, pero sé de quien habla: la cazadora de moscas.

Abrió la boca y le tocó el turno de parecer idiota, pero se repuso demasiado pronto.

—La vio cuando la pobrecita estaba muy mal. Ahora, con el alma de la señora, es otra cosa. Otra cosa.

—Usted no me interpreta, doctor. Yo no quiero otra cosa. Quiero a Diana.

Dijo:

—En la variación está el gusto.

—Usted perdió el sentido de la decencia. ¿Nunca le dijeron que no hay que manosear a la gente? Yo se lo digo. Se cree un gran hombre y es un vulgar traficante de almas y de cuerpos. Un descuartizador.

—No se ponga así —me dijo.

—¿Cómo quiere que me ponga? Me dijo que me la devolvía a Diana y trató de pasarme una máscara. ¿No pensó que es horrible mirar a su mujer y sospechar que desde ahí adentro lo está espiando una desconocida?

—Eso era cuando no estaba informado. Ahora sabe.

—En cambio usted no sabe lo que es una persona. Ni siquiera sabe que si la rompe en pedazos la pierde.

Discutía con ese doctor como si quisiera convencerlo. En verdad yo sólo quería que me devolvieran a la señora y estaba desesperado. Me dijo:

—Con ese criterio no curaríamos las enfermedades ni corregiríamos los defectos.

—¿Nunca se le ocurrió pensar que uno quiere a la gente por sus defectos? —le grité como un desaforado. ¡Usted es el enfermo! ¡Usted es el enfermo!

Me parece que en ese momento me dio el pinchazo.