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—Recapitulemos —murmuró el doctor y abrió los brazos como si dijera misa—. El alma de la señora estaba muy enferma.

—Tengo entendido que la ciencia niega el alma.

—La ciencia progresa un paso adelante y un paso atrás. Existe el alma y existe el cuerpo, exactamente como lo afirmaban los viejos libros. Hoy por hoy lo hemos comprobado. La medicina encontró el remedio para algunas enfermedades del cuerpo (poquísimas, ya lo sé); en cuanto a las enfermedades del alma…

—¿Adónde va a llegar con todo esto?

—A la señora. Al estado actual de la señora. Permítame que retome el hilo de la explicación: a los pobres enfermos, a quienes el vulgo llama locos, prácticamente los curan a palos. Si no me cree ¿por qué no se corre hasta Vieytes y echa una ojeada?

Contesté:

—Ahora mismo, si quiere.

Sonrió amistosamente, no sé por qué, y dijo:

—Yo he buscado nuevos caminos para la curación.

—¿De los locos? ¿Pretende que mi señora está loca?

—De ninguna manera. Una simple perturbación, difícil de curar, eso sí.

—No entiendo.

—Trate de entender, porque de su respuesta dependerá lo que yo decida. Recuerde, señor Bordenave, que un médico de mi especialidad tiene algo de funcionario policial y hasta de juez.

Me pareció que amenazaba. Contesté:

—Si quiere que lo entienda, hable claro.

—Está bien. Como le decía, busqué nuevos métodos de curación. Pensé, el que se duerme, se calma, y recordé procedimientos para conciliar el sueño.

—¿Existen?

—Cómo no. Mire lo que son las cosas, yo tenía dificultades para dormirme. Un señor me aconsejó «En cama, tome la postura que le convenga, cierre los ojos e imagine que avanza por una alameda. Cuanto más rápido avance, más rápido pasarán en sentido contrario los árboles. Con el movimiento se desdibujarán y usted se dormirá». La receta dio resultado hasta que una noche los álamos se me convirtieron en cipreses y desemboqué en un cementerio.

—¿El cementerio lo desveló?

—Claro. Otro señor, el padre de un amigo, me aconsejó: «Imagine que entra en una ciudad. Pasa por tantas calles y tantas casas que al fin se cansa y se duerme. Para no fijar la atención, lo que sería contraproducente, convendría que no abunden los detalles y que la ciudad esté vacía». Ahora bien, una ciudad vacía trae recuerdos de películas de guerra, de ciudades conquistadas, de francotiradores que acechan desde las casas. En ese punto usted se desvela, porque teme un ataque.

—¿Y por último dio con el procedimiento adecuado? —pregunté.

—Desde luego. Sin preguntar a nadie, casi le diré por instinto. Imagino un perro, durmiendo al sol, en una balsa que navega lentamente aguas abajo, por un río ancho y tranquilo.

—¿Y entonces?

—Entonces —contestó— imagino que soy ese perro y me duermo.

—¿Que usted es el perro?

—Claro. Le prevengo que un perrito ladrador no sirve. Tiene que ser un perro grande, preferiblemente de cabeza ancha.

Yo creo que el tema de esa conversación me tranquilizó. Era notable: si usted nos veía, nos tomaba por grandes amigos. Tratando de reaccionar, pensé: «No es cuestión de que me envuelva y me adormezca». Le dije:

—Usted iba a hablarme de sus métodos para curar a ciertos enfermos.

—Ya verá —dijo—. Mientras buscaba a la noche procedimientos para conciliar el sueño, de día buscaba procedimientos para curar el alma.

Me sentí muy inteligente, cuando observé:

—Se le ocurrió vincular una cosa y otra.

—Claro —contestó—. Buscaba una cura de reposo, y de algún modo intuí que para el hombre no había mejor cura de reposo que una inmersión en la animalidad.

—Ahora sí que no entiendo —le dije.

No se enojó. Me iba tan bien que temí que esa conversación desembocara en algo horrible.