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No bien me tuvo en su despacho cambió de actitud.

—Quiero darle una última oportunidad —dijo.

Ya no era el amigo ansioso de ayudar, sino el doctor que habla al enfermo. Entré a maliciar que había caído en una trampa. Samaniego se entretuvo con un enfermero, al que daba órdenes. Yo miraba la guarda de cabecitas del escritorio, pero no me aguantaba de impaciencia. Cuando se fue el enfermero, Samaniego cerró la puerta y dio una vuelta a la llave. Sin acobardarme, le dije:

—¿Ve? Eso no me gusta.

Volvió la llave para el otro lado.

—Si no le gusta, no cierro —dijo—. Es una costumbre.

—Yo vine en la inteligencia de encontrar a mi señora.

—La encontrará —aseguró— pero antes aclaremos las cosas, para entendernos usted, la señora y yo.

—Hágame el favor. ¿Qué tiene que ver usted con nosotros? —le repliqué—: Nada.

Samaniego ocultó su cara pálida en sus manos también pálidas y muy grandes. Cuando las apartó por fin, observó:

—Usted siempre se enoja, señor Bordenave. Temo que esos desplantes impidan la comprensión. En perjuicio de todo el mundo, créame, de todo el mundo.

—No será para tanto. ¿Le digo francamente lo que pienso?

—Desde luego.

—Apostaría cualquier cosa que mi señora no está acá.

—Pero usted mismo habló con ella.

—Si hay una trampa, no me pida que se la explique —le contesté—. Apostaría cualquier cosa que usted usó a Diana como señuelo.

—¿Me sigue, por favor? —dijo secamente.

Para no mostrarme terco, lo seguí, pero a disgusto. Al final del corredor había una puerta. La abrió Samaniego y entramos en una salita redonda, donde —me pareció increíble— estaba Diana. Hablaba por teléfono; no bien me vio, cortó la comunicación y se echó en mis brazos. Yo iba a preguntarle con quién hablaba, cuando me dijo:

—Te quiero. De eso tendrás que estar seguro. Te quiero.

Le dije que yo también la quería. Se apretó contra mí y empezó a llorar. Entonces me convencí de que las cavilaciones de esta última época no habían sido más que locuras —le di toda la razón al doctor, yo era la manzana podrida de nuestro matrimonio— y tomé la resolución de corregirme. Sin desconfianza, de ahora en adelante, aceptaría la felicidad que Diana me ofrecía a manos llenas.

—Parece cuento —le dije—. Tuve que pasar por esto para entender que no hay nadie con tanta suerte como yo.

—Gracias —me dijo.

—Nos vamos a casa. Te prometo que no voy a molestar más. Nos vamos ahora mismo.

Diana repuso:

—Ahora mismo, no.

—¿Por qué? —atiné a preguntar.

—Porque sé muy bien que hay cosas en mí que te gustan y cosas que no te gustan. He llegado a sospechar que a veces me mirás con recelo. Te juro que es horrible. ¡Yo te quiero tanto!

Insistí de buena fe:

—Te prometo que no voy a recaer en mis locuras. Francamente su contestación me asombró:

—Tal vez no sean locuras. Te pido que hablés con el doctor Samaniego. No sabés lo que me duele sentir que hay algo en mí que rechazás.

Me avine:

—Hablemos con el doctor.

—Los dos solos van a hablar con más libertad. Después de poner las cosas en claro, si todavía me querés, me llamás. Yo estaré esperando.

El doctor me preguntó:

—¿Volvemos a mi despacho?

Tomé las manos de Diana, la miré en los ojos y le dije:

—Siempre te voy a querer.

Movió la cabeza, como si dudara. Me fui con Samaniego.