Usted se va a reír. Me senté en el suelo y quedé no sé cuánto tiempo con la cara entre las manos, no tanto por el dolor del golpe, que fue regular, como por el susto que pasé en la cornisa. Quería estar cerca del piso; aunque me alejara de la ventana, parado sentía vértigo.
Miré el reloj: eran las doce y tres minutos. Calculo que habré perdido cinco minutos en salidas inútiles, de modo que el interminable viaje entre ventana y ventana no duró más de diez. Aunque llevaba poco retraso, no debía demorarme. Examiné la sala con la mayor atención: en la penumbra distinguí los dos cuartitos laterales, que en realidad no eran sino rinconeras formadas por biombos niquelados. Con el firme propósito de no equivocarme, rememoré las instrucciones de Paula y entré en el cuartito de la derecha. Tuve tiempo de alargar la mano hacia la ropa, antes que abrieran la puerta. Quedé inmóvil, con la mano estirada, y oí el rodar de las llantas de goma y los pasos. Encendieron la luz. Noté que yo era más alto que el biombo, así que me agaché un poco, para que no me vieran. Estaba torcido, incómodo, pero lo que francamente me contrariaba era salirme del horario. Cuando se alejaron los pasos, como nada interrumpía el silencio, me estiré en puntas de pie y por encima del biombo vi una camilla, con un cuerpo, que por lo corto me pareció de un chico, tapado enteramente por una sábana. Pensé: «Tan luego a mí que me traigan un cadáver de acompañante. Aunque me agarren, no me quedo». Me disponía a salir, cuando tuve que agacharme porque oí nuevamente las llantas de goma y los pasos. «Otro muerto. Autopsias en cadena», recuerdo que reflexioné. «Estoy en la morgue».
Oí las voces de los hombres. Uno, que daba órdenes, era Samaniego. El otro, Campolongo, casi no hablaba.
Porque la postura contraída resultaba insostenible, con mucha cautela, como si de nuevo estuviera en la cornisa, me enderecé, medio escudado por un armario metálico. Suceda lo que suceda no voy a olvidar ese momento. Ante todo vi manchas coloradas en el blanco de las vestiduras de los doctores, que al apartarse revelaron un cuadro de sueño: la pobre muchacha, bastante linda, que en la ventana del piso de arriba perseguía moscas imaginarias, yacía en una camilla, boca abajo, pálida como una muerta, sin ninguna sábana que la cubriera, con un agujero redondo en la nuca —si no me equivoco, a la altura del cerebelo— que manaba sangre. A lo mejor usted piensa que soy un flojo: cerré los ojos, porque temí descomponerme y me apoyé en el armarito. Un poco más lo descuelgo.
Usted hacía de cuenta que esos dos hablaban de cosas, no de personas. Recordé historias, que circulaban en los años del bachillerato, de herejías cometidas por practicantes en los hospitales.
Traté de comprender la situación. La sangre que manaba por la nuca significaba que la muchacha estaba viva ¿Para qué habían traído la otra camilla? ¿Iban a trasplantar a la muchacha algún órgano del muerto?
No pude creer lo que oía. Con toda naturalidad, Samaniego dijo a Campolongo:
—No le toques la cola.
Me contuve porque a tiempo comprendí que si en plena operación los interpelaba, la única víctima de mi desplante sería esa pobrecita. Atiné a pensar: «Mi señora estuvo en manos de esta gente».
Me hundí en una perturbación tan profunda que el rumor de las ruedas y los pasos que se alejaban me sobresaltó. Tardé un rato en asomarme. «Dejaron la camilla con el chico muerto» me dije. «Van a venir a buscarlo».
Había que tomar una decisión: intentar la fuga, aunque las cosas no hubieran salido como las previó Paula, o emprender el camino de vuelta por la cornisa. Me bastó recordar la cornisa para decidirme por la fuga. Me puse el pantalón y el saco del hermano de Paula; para no hacer ruido, llevaría los zapatos en la mano, hasta alcanzar la calle. Pasaban los minutos y no volvían los médicos. «Como está muerto, lo dejan en cualquier parte» pensé. Mi confusión era grande. Seguí aferrado a la idea de aprovechar para la fuga el brindis de medianoche, aunque a medianoche los médicos habían estado operando ante mis propios ojos. Agregue, si eso no le basta, que ya era mucho más de la una.
Me jugué el todo por el todo, intenté la salida. Avanzaba un paso y me detenía a escuchar: no fueran los cohetes, ahora menos frecuentes, a ocultarme algún ruido peligroso. Cuando pasé junto a la camilla, la simple curiosidad me llevó a levantar la sábana. En el acto recibí el mordisco. Con el desconcierto que es de imaginar, vi en la camilla un perro de caza, que se debatía para librarse de sus ataduras. Cuando ladró, salí precipitadamente, por temor de que alguien viniera.