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Yo no entiendo nada. A ratos me parece que nunca voy a salir de aquí; a ratos, que voy a salir de un momento a otro. Si creo que no voy a salir, escribo febrilmente, para que usted me saque. Si creo que estoy por irme, sigo escribiendo, por costumbre. Cuántos recuerdos revivo al correr de la pluma; algunos angustiosos, no lo niego, pero muchos gratos. Opino que el balance final es favorable, de modo que veo confirmada mi invariable convicción de que tengo suerte.

Tampoco le negaré que a la otra mañana desperté con la esperanza de que usted viniera a sacarme. Sabía que mi carta era demasiado confusa para convencerlo; pero al que está encerrado le sobra tiempo para pensar en todo, aun en las esperanzas más desatinadas. Cuando entró la enfermera con el desayuno tuve por un instante la certeza de que iba a decirme: «Están a buscarlo». Como no dijo nada, acabé por preguntarle si no había novedades. No entendió y le aclaré la pregunta.

Por su parte me dijo:

—Yo que vos no me haría demasiadas ilusiones. No sabés cuánta gente que estuvo aquí pasó por eso. Todos nos piden a los enfermeros que llevemos una carta a un conocido que vendrá a sacarlos, porque no están locos. Nadie viene.

Le pregunté:

—¿Encierran aquí a gente que no está loca?

—Qué sabe uno. Hay locuras que se ven a la legua; otras, no.

Para estos médicos todo el mundo está loco. El especialista, acordate, hila muy fino y es un empecinado.

La miré en los ojos para plantearle una pregunta que rumiaba desde hacía tiempo:

—Ahora dígame por qué debo escapar.

—Porque no estás loco —respondió.

Para mí, el punto quedaba aclarado perfectamente. Quizá cometí un error al añadir:

—Entonces no entiendo la actitud de los médicos. Paula juntó las manos y me suplicó:

—No me preguntés más —hizo una pausa, luego se animó, habló rápidamente, casi con alegría—: Escapate. Encontrá el modo: sos más inteligente que yo. Una vez afuera te contaré todo. Cuando estemos juntitos.

Le repliqué en el acto:

—Yo no puedo estar juntito con vos.

—¿Se puede saber por qué?

—Soy un hombre casado.

—Eso, hoy en día, no importa.

Consideré que ella iba a agradecer que le hablara con absoluta honestidad, así que le dije:

—Quiero a mi señora.

Lo que sucedió entonces fue el acabóse. Tal vez hago mal en contarlo, porque Paula es una señorita y porque siempre me ayudó. Lo cierto es que el episodio me afectó de un modo tan profundo que se mezcló a pesadillas por las que iba a pasar. Todavía la veo, como en un delirio de la fiebre, cuando se desprendió el delantal, se tiró al suelo, se revolcó en vaivén, con los brazos abiertos, muy congestionada, gimiendo por lo bajo, murmurando las más notables obscenidades y repitiendo como si me llamara:

—No hay nadie en el piso.

—Ya me lo explicó el enfermero —contesté por fin.

Se incorporó con extraordinaria prontitud, se abrochó el delantal y se pasó una mano por las crenchas.

—¿Me prestás el peine? —dijo.

De toda la congestión y desorden anteriores no quedaba más rastro que alguna lágrima, que secó nerviosamente con el revés de la mano. Paula se fue. De pronto me dije: «Si no había nadie en el piso debí escapar». Al rato llegó el enfermero, se excusó porque se le hizo tarde, porque lo ocuparon en cirugía. Me llevó al baño y a la sala de rayos, donde me sacaron radiografías de la cabeza, del pecho y de la espalda. Ni siquiera para el almuerzo volvió la enfermera. Me pregunté si no había estado demasiado brusco; es claro que tampoco iba a dejar que la pobre mujer pensara disparates.