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Antes de ponerme a escribir repasé mentalmente la última conversación con el médico. Una frase me inquietaba: «Haremos con usted lo que hicimos con su esposa».> Me dije que sin esperar que empezara el tratamiento propiamente dicho —por ahora me sacaban sangre para análisis y me reforzaban con minerales y vitaminas— yo debía huir del Frenopático. Sobre todo, para evitar que me llenaran de remedios. Ese punto me preocupaba más que la misma posibilidad de que me cambiaran como a Diana. «¿Será tan grande el cambio?» me pregunté. «Aparentemente ella no lo nota. ¿No me habrá calentado la cabeza la vieja, que es lo más caviloso que se puede pedir? Reconozcamos que el cambio, si lo hubo, fue totalmente para bien, salvo en el renglón cocina, que al fin y al cabo no es el único en un gran amor. Estoy por agregar que yo he sido el principal beneficiado, porque desde que volvió a casa, ni una noche mi señora me obligó a esperarla, con ansiedad, hasta quién sabe qué horas, pesadilla por la que he pasado antes de que la internaran». Un poquito más y me preguntaba si no me habrían vuelto loco Adriana María y la vieja. Sabía que no, pero quería pensar que Diana era la de siempre y que al volver a sus brazos yo iba a encontrar la felicidad.

De pronto dije sin pensar, como si hablara otro: «No es cuestión de ser tan cerrado. A lo mejor si ahora me arreglan, cuando vuelva a casa no veré cambios en Diana».

Dicen que soy terco, pero de puro razonable empezaba a ceder.