Empezaba a dormir cuando me despertaron unos ladridos. Miré por la ventana, porque había clareado, y vi en el patio un perrazo con rayas como de tigre. Creo que es un mastín.
A mí estos médicos no me engañan. Para darme confianza, el primer día no me molestaron, pero a la mañana siguiente empezaron el gran ataque. Antes del café con leche ya me habían sacado sangre hasta de atrás de la oreja y con el desayuno que no fue escaso en materia de pan y mermelada, me hicieron tragar infinidad de pastillas. Campolongo explicó:
—Son vitaminas.
—No sabía que hubiera tantas —contesté.
—Usted me las toma todas las mañanas y ya vera cómo lo ponemos.
—¿Cómo a Diana, mi señora?
—Exactamente. De modo que no se encuentre en inferioridad de condiciones. Dígame, señor Bordenave ¿usted no siente, de vez en cuando, cómo le diré, una dificultad para el raciocinio?
Quedé alelado. Este doctor Campolongo, después de verme cuatro o cinco veces, descubría un síntoma que yo creía oculto en los repliegues más profundos del cerebro. Me hallaba ante un ojo clínico.
—A veces me gustaría explicarme con mayor facilidad —le dije—. Por ejemplo, los otros días quería alegar con el doctor Samaniego…
Me interrumpió sin contemplaciones:
—Para la pereza mental —explicó— también tenemos pastillitas.
Le previne:
—Ayer, todo el día, pensaba con una velocidad que yo me quedé con la boca abierta.
—¿Se quiere curar en salud? ¿Miedo al tratamiento?
—Al contrario, doctor —le dije como un hipócrita—. Soy lerdo, lo admito, y no creo que ustedes vayan a cambiar la índole de una persona.
Colegí que lo había ofendido, porque replicó fríamente:
—Haremos con usted lo que hicimos con su esposa.
Me tomó la presión, me auscultó y dijo que yo tenía un corazón de primera. Con legítimo orgullo le obligué a repetir la frase. Por fin se fue. Yo estaba contrariado, tal vez por los pinchazos y por las pastillas, pero sobre todo por la conversación. Por táctica, para que no desconfiara, me dejé tratar como enfermo. Esa conformidad me infundió tristeza y rabia, como si adrede me hubiera sometido. Me pareció que estaba más preso que antes.
Paula me trajo una resma de papel.
—¿Qué pasa, almita? —preguntó—. Estás de mala cara. En lugar de escribir tanto, hoy tomás unas gotitas y te dormís como un ángel. Dije simplemente:
—Qué manía con las gotas.
—Tenés que descansar —porfió—. Siempre escribe que te escribe. No puede ser bueno para la salud.
—Muy interesante —dije.
—No te enojés. Le entregué tu carta a ese amigo tuyo en propias manos.
—Veremos qué hace —comenté—. Probablemente nada, porque le mandé una carta que ni yo la entiendo. Ahora me pongo a escribir de nuevo.
—Es peligroso —dijo.
—Entonces ¿qué me propone? ¿Que tome sus pastillas, me duerma y deje que hagan conmigo lo que quieran?
—No seas malo —dijo.
—No soy malo —expliqué—. Usted misma dijo que tengo que escapar. Vamos a ver si encontramos la manera… Mientras tanto le escribo un informe al señor Ramos. A lo mejor lo convenzo y me ayuda.
Paula pensó por mí:
—Para escribir, sacás una sola hoja. Las otras las guardás permanentemente bajo el colchón. A la noche, yo me llevo las hojas escritas, de modo que si te descubren,> salvamos por lo menos las que yo guardo. A mí no me nombrés, para que no quieran separarnos.
Es notable: cuando dijo eso último, creí en la sinceridad de su afecto. De todos modos le pedí:
—Júreme que después me va a devolver las hojas.
—Lo juro.
—¿En cualquier caso?
—En cualquier caso. Lo juro. Si no puedo entregarlas a ese amigo tuyo, te las devuelvo a vos.
—¿Por qué lo jurás?
—Por vos mismo. Por lo que más quiero.