Con el trabajo de escribir, con las visitas de la enfermera, del enfermero, del doctor Campolongo, con las comidas a cada rato, se me pasó la tarde. A la noche, en cama, empecé a meditar.
Tomé la firme resolución de pedirle a Paula que me explicara por qué era indispensable que huyera si no estaba loco. ¿Qué ganaban los médicos, vamos a ver, con tenerme encerrado? Ante todo, yo no soy un hombre pudiente; después, a lo que entiendo, no vivimos en la época de los médicos de levitón y galera, que roban infelices en la película de Aldini, para hacer experimentos. Hoy, por hoy ¿quién va a creer esa fábula? Si yo le hablaba con tranquilidad a Samaniego, o al mismo Campolongo, coordinando como corresponde, me abrirían de par en par la puerta para que volviera a casa.
Era extraño, sin embargo, que la enfermera, que al fin y al cabo trabajaba en el Instituto y que debía de estar interiorizada de lo que allí ocurría, insistiera tanto en la necesidad de favorecer mi fuga. Bastaría pensar un poquito más en la misma dirección, para desconfiar de la enfermera y preguntarme si no era un instrumento de los médicos. ¿Me empujaba a la fuga, para que me sorprendieran in fraganti? Con algún trabajo recapacité que yo no estaba detenido ni preso, que no pendía sobre mí una condena y que un intento de fuga no era un crimen. Es claro que tal vez me castigaran, me aplicaran inyecciones y hasta el shock eléctrico. Yo estaba en calidad de enfermo, sin estar enfermo, y los médicos me soltarían cuando advirtieran su error. ¿O el negocio consistía en meter adentro gente sana? Menos peligroso era internar a los enfermos, que nunca faltan, desgraciadamente.
Pensé que sin demora debía pedirle a Paula que se ingeniara para recuperar mi cédula. Soy del todo contrario a dejar en manos ajenas un documento personal. Si lo pierden, de nada valen los reclamos, porque no lo salvan a uno del temido vía crucis en la calle Moreno.
Por la cuestión de la cédula me puse tan nervioso que no podía conciliar el sueño. Me dije que al otro día iba a estar cansado, que lo notarían los médicos, me darían calmantes, me dormirían y yo no podría seguir con el trabajo. En el fondo, tenía la convicción de que me habían encerrado para no dejarme salir así nomás.
Caí de golpe en la cuenta de que haría por lo menos veinticuatro horas que no me acordaba en serio de Diana. Pobrecita, buen defensor le ha tocado, que si lo meten preso en el manicomio ya no piensa más que en él.