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En media hora de trabajo despaché la carta, a mi entera satisfacción. Porque Paula no venía, para matar el tiempo, cometí la imprudencia de releerla. Era más clara, pero no más convincente que la primera. «Si me piden socorro con una carta así ¿qué hago?» me pregunté. «La tiro a la basura y pienso en otra cosa».

Perdido en mis cavilaciones me atranqué a la ventana. Al rato descubrí un hecho que reputé de lo más extraño. Si usted miraba con detención, veía gente en ventanas del primero, del segundo, del tercero, del cuarto y hasta del sexto piso; a nadie en las del quinto.

Cuando el enfermero me preguntó si quería ir al baño le dije que sí. Como en ocasiones anteriores, en el trayecto no vi un alma. Porque ese día mi inteligencia funcionaba con prodigiosa velocidad, vinculé una observación con otra y poniendo la voz del que habla por hablar pregunté:

—¿No hay nadie en el quinto piso? Porque lo tomé de sorpresa, balbuceó:

—No…, no. —Agregó enseguida—: Usted.

Me dejó en la habitación y se alejó como si estuviera apurado. Al rato vino Paula.

—¿Ya está la carta? —preguntó.

—Sí —le dije—. Le voy a pedir que se la lleve a este amigo.

Moviendo los labios como si mascara un caramelo pegajoso, Paula leyó el nombre y la dirección.

—¿Viene a quedar? —preguntó.

—Entrando por Acha, la segunda casa, a la izquierda.

—Sí voy esta noche ¿lo encuentro?

—Siempre está —le dije, y le pedí otro favor—: Acepte el dinero, porque mañana quiero más papel, mucho más. No estoy contento con la carta y mañana empiezo de nuevo.

—No es cuestión de bombardear al prójimo. Si piensan que estás loco, no te hacen caso.

Porque me hablaba de corazón, le expliqué:

—Es una historia tan rara que si la escribo en cuatro o cinco páginas resulta increíble. Francamente increíble. Es tan rara que se la voy a contar a otro para entenderla yo.

—Te van a interpretar mal —me dijo con tristeza—. Por aquí pasan muchos locos y no es la primera vez que alguien me asegura que su historia es muy rara.

Protesté:

—Si vos me creés loco…

De miedo, no más, debí de tutearla. A ella le gustó.

—Almita —me dijo—, me tenés para todo. Para todo ¿Entendés? Mañana te traigo las hojas.

—Muchas ¿eh?

—Sí, muchas; pero en lugar de escribir, que no es bueno para la salud, yo que vos me rompía la cabeza buscando la manera de escapar.