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Cuando volví al cuarto me habían hecho la cama. No pude menos que pensar: «Del trato no me quejo. Con tal que sigan en este tren». Como ve, me dieron comodidades y ya me olvidaba de mi señora y de que estaba preso. Le pregunté al hombre si debía meterme en cama. Contestó:

—Haga lo que le pida el cuerpo. Eso sí, no se canse.

No le pregunté cómo podría cansarme.

Se fue. Me arrimé a la ventana y una vez más comprobé que no había forma de abrirla: «Para que los locos» —me expliqué a mí mismo— «no se tiren abajo». Vi que daba a un patio interior, triangular; con un cantero en el centro, con yuyos, que formaban un triángulo más chico, bastante angosto, oscuro y triste. Yo estaba en el quinto piso. Arriba había otra hilera de ventanas.

Apareció la enfermera con el papel de carta.

—No sé cómo agradecerle —dije.

—Si quiere yo le digo.

—¿Cuánto le debo? —pregunté.

Golpearon a la puerta (lo que me asombró, porque todos, hasta ese momento, entraban sin golpear). Era el doctor Campolongo. Le aseguré que dormí de un tirón, que estaba perfectamente, que había tomado un suculento desayuno, pero hablé lo menos posible. Me conozco. Por cualquier pavada levanto presión y ya salgo con esos desplantes que después me traen sinsabores. Me pidió que le contara qué enfermedades había tenido. Le dije:

—El sarampión, de chico, y la viruela boba. Después fui siempre lo que se llama un hombre sano.

Cuando se fue, entró la enfermera y me previno.

—Escriba mientras yo rondo, para que no lo sorprendan. Si le doy la señal —los golpecitos en la puerta— usted me esconde el papel debajo del colchón.

Aunque hubiera jurado que esa mujer trataba de convencerme de que estaba preso, le di las gracias.

Me contraje a la tarea aplicadamente, pero sospeché en seguida que era el asunto demasiado complicado para explicarlo en cuatro o cinco páginas. A fuerza de voluntad perseveré.

Me llevé un susto, porque la enfermera entró y apareció a mi lado sin hacer ruido. Preguntó:

—¿Ya está la carta?

—Sí —contesté—, pero me salió tan embarullada que estoy escribiendo otra. En media hora la tengo.

—Mejor que la deje para después. Traigo el almuerzo.

Almorcé con apetito: hecho bastante inexplicable, en mi situación, porque a mí no me gusta que me estén mirando cuando como, y la enfermera, reclinada contra la puerta, no me sacaba los ojos de encima. Después no retiraba la bandeja y seguía mirando. Para terminar con ese cuadro, dije lo primero que me vino a la mente:

—¿Me jura que los médicos no van a leer mi carta?

—Le juro.

—Es para que ese amigo me saque de aquí —dije antes de pensar que tal vez cometí una imprudencia.

Vi que tenía el mentón en punta, con un lunar del lado izquierdo y me pareció que los ojos le brillaban mucho.

—Yo no complicaría gente de afuera —dijo—, pero voy a hacer lo que mande. Estoy para servirlo, en todo ¿me entiende? Me llamo Paula.

Entre una frase y otra hacía un alto, quizá para que yo comprendiera mejor. Usted se va a reír. Le contesté:

—Una tía mía se llama Paula.

—¿A vos te llaman Lucho? Si no hay nadie, llamame Negra. Tras alguna vacilación articulé la palabra:

—Bueno.

Recogió las cosas y dijo, como pensando en voz alta:

—Si no tiene confianza en mí, está perdido.