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Desperté en un cuarto blanco, en una cama de hierro blanca, junto a una mesita blanca, sobre la que había un velador encendido. Al principio me asombré de verme con un pijama azul, porque todos los que tengo son rayados. Con la mayor tranquilidad, como si explicara un hecho conocido, dije entonces las palabras reveladoras de mi infortunio; «No estoy en casa». Enfrente había una puerta y a mi derecha una ventana. Me levanté y quise abrir primero una, después la otra; no pude.

Se oían explosiones en la calle y pensé en el susto que tendría la pobre Diana, la perra. Cuando empezaron las campanadas, los silbatos, las sirenas, vi que el reloj marcaba las doce en punto. Muy atribulado recordé que era Navidad. «Menos mal que no me sacaron el reloj. Bueno fuera, no estoy preso» reflexioné. Abrí el cajón de la mesa de luz; ahí encontré la billetera con todo mi dinero adentro, el lápiz y el peine. Me faltaba, cuándo no, la cédula. Pensé: «Tengo que reclamarla».

Había dormido todo el día. Me pregunté qué pasaría en casa. Empecé a preocuparme de que Diana y Ceferina estuvieran preocupadas por mí. Apreté un timbre. Quería averiguar si las habían llamado por teléfono para avisarles y de antemano, me indigné, porque supuse que no las habían llamado. «Pobres mujeres, a esta hora estarán medio locas por culpa de este médico».

Iba a apretar de nuevo el timbre, cuando apareció un enfermero y después la enfermera que me ofreció el cafecito el día que vine a buscar a Diana.

—Me voy inmediatamente —anuncié— pero antes van a tener la gentileza de prestarme el teléfono. Voy a hablar a casa y a mi abogado, el doctor Rivaroli, para ponerlo al tanto de este atropello.

Vi que por detrás del enfermero, la enfermera me miraba con aire de súplica y movía negativamente la cabeza.

—Como primera providencia —explicó el enfermero- usted va a tomar este comprimido.

Por la manera en que me sujetó comprendí que por ahora más valía deponer las pretensiones. Como el hombre manipulaba un tubo, aparenté mejor ánimo y le dije:

—No lo necesito. Me siento perfectamente bien.

Pensé: Con otro somnífero como el de hoy, mañana no valgo nada.

—Entonces comerá algo —dijo el hombre en tono amistoso— ¿de qué tiene ganas?

Yo no tenía ganas de nada, salvo de salir y volver a casa.

—¿Qué le parece una sopita de cabello de ángel y un churrasco? —preguntó la enfermera.

Se fueron a buscar la comida. Yo traté de aprovechar los minutos para hacer mi composición de lugar y planear una estrategia. No es fácil pensar, cuando uno se encuentra en una situación alarmante, en la que nunca se vio. A lo mejor la inyección que me aplicó Samaniego todavía me embotaba el cerebro. Por un lado yo me sentía sinceramente indignado; por otro, alcancé a comprender que en manos de enfermeras acostumbradas a lidiar con locos, de nada me valdría rebelarme. Creo que ya entonces entreví mi plan de escribirle, sólo que al principio el destinatario iba a ser Aldini. Tuve la corazonada de que la enfermera me ayudaría y que lo mejor era buscar su aprobación.

Me trajeron la bandeja, con la sopa que tenía más ojos de grasa que fideos, un churrasco y papas hervidas. Para ganar tiempo comí unos pedazos de pan.

—Mucha hambre no tengo —confesé.

—No hay que debilitarse —contestó el enfermero. Desde atrás, la enfermera me miraba ansiosa y dijo:

—Esfuércese por comer un poquitito.

La obedecí.

—Va a tomar sus vitaminas —declaró el hombre.

Yo sentía que me subía la indignación y que no podría contener un desplante. La mujer movía afirmativamente la cabeza. Me di por vencido. Las pastillas eran grandes y de feo olor. Como se me atascaron en la garganta, tuve que echarme otro vaso de agua, que en partes se derramó.

—Todavía está nervioso —observó el enfermero.

—No —contesté con firmeza—. Es la falta de práctica en tomar remedios. —El orgullo me dominó y expliqué—: No van a creer, pero les garanto que hasta hoy no había entrado en este cuerpo lo que se llama una inyección.

El enfermero me miró fríamente y en un tono que me desagradó dijo:

—Ya cambiaremos todo eso. Venga, lo acompañamos al baño.

Tuve que ir, estar y volver en su compañía. Para esas cosas, usted no lo creerá, soy muy delicado y prefiero la soledad. Pensé: Aunque sea por esto, les daré confianza, para que no estén mirándome noche y día.

—Le dejamos un poco de agua, por si tiene sed —anunció la mujer.

—Gracias —dije—. Quiero pedirles un favor. Cualquiera de ustedes, cuando se acuerde, fíjese en mi saco, a ver si está la cédula. No me gusta perder los documentos.

—Ahora no debe pensar en eso —ordenó severamente el hombre.

—Duerma. Duerma bien —me aconsejó con dulzura la mujer—. Si no puede, llame. Le damos una pastillita.

Esta gente no tiene arreglo, vive en otro mundo, haga de cuenta que son marcianos. No nos entienden porque sus costumbres no son las nuestras. Como usted imaginará, me costaba resignarme a la idea de que estaba en ese otro mundo. Sentí que volver al mío era lo esencial, pero no me engañé con la ilusión de que salir del Frenopático fuera un asunto fácil. Desde luego si hubiera entonces medido correctamente mis dificultades, habría dado rienda suelta a los nervios, con algunas consecuencias que prefiero no imaginar.

¿Cuándo volveré? No tengo la menor idea. Si usted quiere ayudarme, quizá dentro de pocos días estaré en casa.