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En la esquina de Acha lo encontré a Picardo, con su traje nuevo. En los momentos peores, la vida parece una representación, con unos pocos monigotes que siempre repiten el mismo número. El de Picardo consiste en salir al paso y detenerlo a uno cuando está más apurado. Esta vez me reservaba una sorpresa.

—El doctor —dijo severamente— está disgustado con vos.

—¿Qué doctor?

—¿Qué doctor va a ser? El doctor Rivaroli.

—¿Se puede saber por qué el doctor Rivaroli está disgustado conmigo?

—No te hagás el inocente. Sacaste a la señora del loquero sin pedirle ayuda. Está dolido.

—Y vos ¿por qué estás de traje nuevo? Explicate.

Agitó los brazos en alto, como para defenderse de un castigo, retrocedió unos metros y se fue corriendo.

Yo también caminé rápidamente, porque me parecía que era indispensable llegar cuanto antes. En el Frenopático me atendió Campolongo. Ante mi insistencia, me hizo pasar al despacho y fue a llamar a Reger Samaniego. Yo pensaba que si Reger venía pronto, sabría cómo hablarle para que no me negara una explicación completa y sincera. Desde luego hubo que esperarlo. Cuando llegó el doctor, ya me sentía nervioso y no recordaba el discursito que había preparado.

Para que usted me entienda, procuraré contar ordenadamente esa entrevista que fue bastante agitada y confusa.

—¿Qué lo trae por aquí?

—El deseo, la necesidad —traté de serenarme— de preguntarle algo de la mayor importancia para mí.

En su tono machacón respondió:

—Pregunte. Siempre estoy a la entera disposición de mis enfermos.

—Vengo a preguntarle, doctor, por mi Diana. Hablo con ella, la veo trabajar, no tengo quejas, pero francamente no la hallo.

Me dijo:

—No estoy seguro de entenderlo.

—Será muy buena la que me ha devuelto —aclaré- pero, no sé cómo decirle, para mí es otra. ¿Qué le ha hecho, doctor?

El doctor Samaniego escondió su cara de lobo en sus manos, que son enormes y pálidas. Cuando levantó la cara, no sólo parecía cansado, sino aburridísimo de tenerme ahí.

—Hago memoria —dijo—. Yo lo puse en guardia contra dos peligros ¿recuerda? En realidad esos dos peligros están relacionados.

Le confesé que no entendía.

—Yo le previne que iba a extrañar a la mujer neurótica que durante años vivió a su lado. Le di mi clásico ejemplo del caballo del lechero.

—Eso lo recuerdo perfectamente —contesté; traté de mantener la calma y de argumentar—: Pero Diana y el caballo del lechero no es lo mismo.

Creo que marqué un punto a mi favor.

Después me enredé en las explicaciones y Samaniego me atajó.

—Le previne también que muy difícilmente usted tendría la salud necesaria para enfrentar, a diario, a una persona normal. Ahí le recordé el ejemplo de la fruta podrida.

—Mire, doctor, usted me habla por cuentitos y figuras, pero yo le digo lo que siento. Cuando Diana me mira en los ojos, yo pienso algo rarísimo.

—No me pida que enferme a la señora porque el marido está enfermo.

Como soy terco, insistí:

—No, doctor, no le pido eso. Escúcheme: hay algo raro en Diana. Es otra.

El doctor volvió a ocultar la cara entre las manos. De pronto se incorporó, levantó los brazos y me gritó:

—Para que salga de dudas, le voy a sugerir un expediente muy simple. Tómele todas las impresiones digitales que quiera. Después me dirá si es o no es la misma.

—Usted no me entiende. ¿Cómo se imagina que voy a ponerle los dedos a la miseria a la pobrecita?

—Entonces ¿está convencido?

—Le digo la verdad: estoy casi convencido de que es inútil hablar con usted. No tengo más remedio que hablar con ella. Voy a encontrar el modo de arrancarle la verdad.

Reger quedó sumido en un silencio tan largo que me pregunté si no era la clara indicación de que daba por terminada la entrevista. Caminando como sonámbulo, rodeó el escritorio y llegó a la pileta. Creo que pensé que de golpe me daría el gusto de despertarlo en ese estado de ensoñación con alguna palabra irónica sobre el tratamiento que ellos aplicaban. Me parece que en ese momento me clavó la aguja y quedé dormido.