Después mi señora rodeó la cama, apartó las mantas y con movimientos muy suyos, que le conozco de memoria, se acostó; como siempre ensayó primero un lado y después el otro (una vez me dijo que somos todos perritos que no se deciden por la postura para echarse) y finalmente se durmió. Al rato, menos por curiosidad que por el afán de matar el tiempo, tomando toda suerte de precauciones para no despertarla, me levanté y me dirigí a la cómoda. Con la sorpresa que es de imaginar, al abrir nomás el segundo cajón descubrí que el papel tan ansiosamente buscado por Diana era el árbol genealógico. «Al fin y al cabo» —me dije— «es una Irala y por algún lado tenía que reventar su parecido con el resto de la familia». No lo dije, desde luego, contra Diana. Mi reacción, en el primer momento del hallazgo, fue de ternura. Sentí un impulso de abrazarla, despertarla, contarle mis malos pensamientos y pedirle que me perdonara. Con ese propósito enderecé a la cama, cuando sin querer propuse otra interpretación de su empeño por encontrar el árbol genealógico. «Quiso estudiarlo» —pensé— «porque es otra. Le conviene conocer los antecedentes de familia, saber, por ejemplo, cómo se llamaba su madre. Todo está ahí». Al rato, como si ya tuviera por seguro que esa interpretación era la exacta, agregué: «Para peor le tocó a la pobre una familia que siempre encuentra pretextos para sacar a relucir los choznos».
Ya en cama seguí cavilando hasta que en algún momento pregunté si no desvariaba. «Tanto más natural de mi parte sería pensar que se acordó del árbol genealógico, que tuvo ganas de preguntarme dónde buscarlo y que me miraba porque si yo estaba realmente dormido, no quería despertarme». Ya me abandonaba a una sensación de alivio, cuando reflexioné que mucho antes de emprender la busca porfió para que tomara las gotas. A lo mejor había insistido en las gotas por entender que esa noche yo tenía que dormir bien. En las clínicas y en otros puntos donde se codea con el cuerpo médico, la gente toma la mala costumbre de consumir, por cualquier motivo, remedios. Por mi parte quizás exagerara mi aversión a las gotas. A lo largo de ese día interminable, junto a mi señora encontré el único refugio y después, porque me compró un somnífero, empecé a imaginar cosas y a desconfiar. Repasando las mismas cuestiones acabé por dormirme. A eso de las ocho, no sé qué sobresalto de un sueño me despertó. En cuanto levanté los párpados encontré los ojos de mi señora, mirándome fijamente, como si quisiera desentrañar un secreto que hubiera en mí. La idea me hizo gracia, iba a decirle que yo no tenía secretos, pero de pronto me pareció que el secreto estaba en ella y me asusté.