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Cuando abrí el paquetito, descubrí con disgusto que el regalo de Diana era un somnífero. Destempladamente le pregunté:

—¿Cómo te imaginás que voy a tomar esto?

La verdad es que yo no necesito somníferos y que el hecho me enorgullece.

Insistió:

—Anoche no pegaste los ojos. Tenés que descansar.

Creo que entonces me enojé. Repetí la pregunta:

—¿Cómo te imaginás que voy a tomar esto? Te garanto que no van a encontrar rastros de droga el día que me hagan la autopsia.

El tema debía de interesarme, porque seguí con la peroración en un tono, que si no era deliberadamente hostil, resultaba violento por lo apasionado. De pronto noté que Diana estaba tristísima. Me avergoncé y yo también me entristecí; hubiera hecho lo imposible por contentarla. Su regalito quizá fuera desatinado y su insistencia inoportuna, pero mi culpa era mayor: ciego de amor propio, aunque la quería más que a nada en el mundo, la atormentaba. Desde que volvió del Instituto, yo nunca le había hablado de ese modo y antes no me hubiera animado. Le pedí perdón, reconocí mi grosería, empecé a mimarla, pero evidentemente no alivié su tristeza. Recuerdo que mientras miraba esa cara tan apenada y tan linda me pregunté, como quien concibe una sospecha absurda, por qué estaría más triste Diana: por la aspereza de mis palabras o simplemente por el hecho de que yo no iba a tomar las gotas. Me avergoncé de este pensamiento, que reputé mezquino, me dije que yo continuamente recibía pruebas de amor de Diana y que ella, por lo menos en este último tiempo, nunca se mostraba empecinada ni caprichosa.

Ceferina abrió la puerta bruscamente y anunció:

—La cena está lista.

Dio media vuelta y masculló una frase que interpreté como: «La otra por lo menos cocinaba».

Yo creo que Diana le tiene miedo, porque usted viera qué pronto se olvidó de la tristeza. Con la mayor solicitud ayudó a servir e insistentemente procuró reanimar la conversación. Buena voluntad inútil: concluimos la comida en silencio.

Mientras las mujeres lavaban los platos, yo hacía la parodia de leer el diario y luchaba contra la modorra que sin necesidad del menor somnífero me voltea si la noche antes no he dormido. A la vieja no se le escapa nada, así que no es milagro que dijera:

—Vos también estás hecho un haragán. Hasta que volvió Diana eras un modelo: cuando yo me iba a dormir, todavía trabajabas con los relojes; lo que es ahora, ni de día ni de noche te acordás que existen. ¿Vas a vivir del amor de tu señora?

—Yo creo —le respondí— que hasta el último esclavo tiene derecho a vacaciones.

No bien volvimos al dormitorio, Diana recayó en la tristeza. Por no saber cómo reanimarla, finalmente le dije:

—No te preocupés. Voy a tomar las gotas.

Yo pensé que para salvar las apariencias me contestaría que si no quería no las tomara. Como si temiera que me arrepintiese, contestó en el acto:

—Voy a buscar un vaso de agua.