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> Cuando la familia se alejaba, recapitulé mentalmente la tarde, la califiqué de verdadera pesadilla y, después, recordando un dicho muy del gusto de Aldini, de pantomima acuática. Perdone si la impropiedad de ese dicho le molesta. Yo lo empleo porque señala sin atenuantes el aspecto confuso y a lo mejor cómico de los hechos que sucedieron; aspecto que para mí los vuelve más tristes.

Como se habían ido las visitas, yo entraba en casa con un sentimiento de alivio. Ceferina entonces declaró:

—Este paseo me va a dar un tiempo precioso para que le revise las pertenencias.

En un principio no comprendí, o no pude creer; luego formalmente me opuse.

—¿Cómo te imaginás que voy a permitir esa barbaridad?

Preguntó:

—¿Qué hay de malo?

—¿Cómo qué hay de malo? —repetí.

Para lograr lo que se propone es muy zorra.

—Si no encuentro nada, seré la primera en reconocerlo.

Saqué fuerzas de mi lealtad y no cedí en lo más mínimo. Se lo dije claramente:

—Yo, che, soy leal a mi señora.

Se enojó como si viera en mis palabras algo censurable y hasta ridículo. A veces parecería que le molesta a una mujer que un hombre le asegure que es leal a otra. Ceferina disimuló como pudo la furia, para preguntar en el tonito más dulzón:

—Dejándome con la duda ¿qué ganás?

«Nada» me dije. «Que me cansés y atolondrés con indirectas ¿o no recuerdo lo porfiada que puede ser?». Mientras nos demorábamos en el debate, avanzábamos a la pieza y antes que yo comprendiera el significado de sus actos, empezó a registrar el ropero. Cuando me recuperé del asombro, le grité:

—¡Es un atropello! ¡No lo voy a permitir! ¡Se da vuelta Diana y ya nadie la respeta!

—¿Le tenés mucha fe? —preguntó, casi afectuosamente.

—Una fe absoluta —respondí.

—¿Entonces por qué no dejás que siga? La que va a quedar mal soy yo.

—No lo voy a permitir —repetí, porque no se me ocurría otra cosa.

Aunque nadie lo crea, en ocasiones la vieja me confunde. Por ejemplo, lo que dijo a continuación me pareció, por el término de un minuto —el minuto decisivo, por desgracia— inobjetable.

—Si fracaso —declaró con la mayor solemnidad— nunca más digo una palabra contra Diana. ¿Por qué no te das una corridita hasta el portón? Sería molesto que apareciera de golpe.

Corrí hasta el portón, me asomé, volví a la disparada. Estaba tan perturbado que si no me contengo le digo: «No hay moros en la costa». Le grité:

—No sigas.

—Falta poco —aseguró, sin perder la compostura ni interrumpir la busca.

—¿No comprendés que no hay nada? —le pregunté—. Acabá de una vez.

—Si no encuentro nada ¿quién te va a aguantar?

La salida me hizo gracia; hasta me halagó. Después me pregunté qué estaría buscando con ese ahínco la vieja. Sin dejar ver mi inquietud, repetí:

—Acabá de una vez.

—Quiero dejar todo en orden —dijo, como una persona juiciosa ¿Por qué no te das otra corridita a ver si viene?

Me enojé, porque decía que iba a poner las cosas en orden, pero seguía revolviendo. Le confieso que por mi parte pensé: «Sería desagradable que Diana apareciera de golpe». Corrí de nuevo hasta el portón. Cuando volví al dormitorio, Ceferina agitaba en alto, con aire triunfal, una fotografía. No sentí curiosidad, sino más bien cansancio y miedo. Miedo tal vez de que una inconcebible revelación destruyera todo para siempre.

La vieja tenía la foto agarrada por una esquina; no la soltaba ni me dejaba verla. Por último la mostró. Era una chica, en un parque; una chica de unos veinte años, bastante linda, pero flaca y, yo diría, triste. Me quedé mirándola con una especie de fascinación, que yo mismo no atinaba a explicarme. Por fin reaccioné y pregunté:

—¿Qué hay con eso?

—¿Cómo qué hay con eso?

—Claro —dije—. Si fuera un tipo estarías feliz.

Debí de golpearla en un centro muy sensible, porque abrió la boca y volvió a cerrarla sin articular palabra. Se recuperó demasiado pronto.

—¿A vos te habló de la chica? —preguntó—. A mí no.

—¿Por qué va a hablar de todo el mundo? A lo mejor es una compañera del Frenopático y no la menciona por una delicadeza y por un respeto que vos no podés entender. O simplemente no quiere acordarse de esos días.

Creo que me anoté un punto. Ceferina aflojó la mano y yo le saqué la fotografía. Vi que el papel estaba despegado y enrollado en el ángulo que la vieja tuvo entre los dedos. Cuidadosamente lo desenrollé, lo estiré sobre el cartón; apareció entonces la inscripción impresa: Recuerdo de la Plaza Irlanda. Me desconcerté un poco.

Oímos los ladridos de la perra y —usted no lo va a creer— nos miramos como dos cómplices. Ceferina tomó la fotografía.

—La dejo donde estaba declaró.

La metió entre las prendas de vestir y con la mayor tranquilidad se puso a arreglar el ropero. Salí a recibir a Diana —me avergüenza decirlo— para que la otra tuviera tiempo. Diana me entregó un paquetito.

—Para vos —dijo.

Se fue a dar agua a la perra. Rumbo a la cocina, apareció la vieja con un aire satisfecho, de lo más ofensivo. Le mostré el paquetito y le dije:

—Mientras yo consentía tus desmanes, Diana me compraba un regalo.

Me contestó por lo bajo:

—No sabemos quién es.