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Aldini estaba en el patio, sentado en la punta de un largo banquito de pinotea, con el mate en la mano, la pava al lado y Malandrín a los pies. Cuando me vio levantó como pudo un brazo, lentamente lo movió en derredor y dijo:

—Perdoná el desorden. Este patio es la pantomima acuática. Sin la señora en casa, el hombre vive como un verdadero chancho. Con decirte que Malandrín, lo que nunca, ensucia adentro.

Pregunté:

—¿Qué pasó?

—¿Qué querés que pase? —contestó—. El desorden y la mugre se acumulan. Sentate.

Me senté en la otra punta del banquito. El Rengo, que por lo general despliega una inteligencia muy superior a la mía, esa mañana se mostraba notablemente disminuido. Será lo que dice don Martín, que la tristeza apoca el cerebro. Levanté la voz para que entendiera.

—Te pregunto qué pasó con Elvira.

—¿Qué querés? —contestó—. Hubo que encerrarla. Trabajosamente me alargó el mate. Medité mientras chupaba y después me atreví a preguntar:

—¿No se habrán cebado con nuestras señoras?

—¿Cebado…? —repitió mirando fijamente la espuma.

Aclaré con una vocecita, entre irónica y satisfecha, que yo mismo reputé desagradable.

—A lo mejor, che, nos tienen de clientes.

Tal vez con injusticia olvidaba la grata sorpresa que me deparó, en su momento, la cuenta del Frenopático y recaía en mi vieja tirria contra el doctor.

—No, no —protestó Aldini, para agregar con tristeza—: Últimamente la pobre Elvira estaba muy cambiada.

Ahora me tocaba a mí el turno de esforzarme por entender.

—¿Muy cambiada? —repetí.

—No sé qué tenía. No era la misma —dijo.

Mientras tanto yo chupaba un amargo y recapacitaba.

—¿Por qué no me llamaste? —pregunté.

—No te vi. Salís poco desde que volvió Diana y siempre con ella. Si por fin has encontrado lo que se llama la felicidad, no soy yo el que va a arruinártela con tristezas.

—Ya te la devolverán a Elvira —le dije.

—Va para largo.

—Yo también conocí una espera interminable, pero un día me la devolvieron.

—¿Cambiada? —preguntó en un hilo de voz—. ¿Cambiada para bien?

En tono firme repuse:

—Cambiada.

—Ojalá que yo tenga la misma suerte.

—Vas a tenerla.

Se veía que el pobre Aldini estaba demasiado triste para que lo animaran con palabras, por atinadas que fueran. Mateamos en silencio, y, como no sabía qué decirle, prolongué desmesuradamente la visita. Por último me levanté:

—Cuando me necesités —le dije—, llámame. Te lo pido en serio. Me miró con ansiedad, como si mi partida lo sorprendiera. Aunque me afligía el remordimiento, porque era innegable que en las últimas semanas lo había olvidado por completo, me fui a casa.

Cómo cambiaron los tiempos. Antes, en el pasaje, usted hacía de cuenta que vivía en el campo; no se oían ni los pájaros. Ese domingo, porque era víspera de Navidad, cuando no esquivaba un buscapié, quedaba sordo por un cohete. Yo no sé qué les ha dado a los chicos del barrio, pero le aseguro que más que festividad esto parece la guerra mundial. La primera víctima es la perra, que de miedo no quiere salir de abajo de la cama.

Mi señora no estaba en la cocina. Antes que preguntara por ella, Ceferina me dijo:

—No embocaba una, así que la mandé a vestirse.

Volví a pensar en Aldini. Le dije:

—No me vas a creer. Si en la última semana me acordé una vez del Rengo, es mucho.

—El amor y la amistad no congenian —sentenció la vieja—. Cuando uno está en auge, la otra decae.

Después dice que Diana habla como una maestrita. Para no empezar una nueva pelea, enderecé a la puerta.

—¿Te vas? —preguntó.

—A vestirme —contesté.

Hay gente que siempre tiene a mano su reserva de irritación. ¿A que no sabe cuál fue el comentario de Ceferina?

—El señor se enoja porque le invito a la cuñada, pero cuando viene le presume.

Me aguanté por segunda vez. A mis espaldas, la vieja murmuró bien alto:

—Los hombres son como perros.

Desorientado me pregunté si bastaba mi amor por Diana para que Ceferina me aborreciera.