Muy segura de sí, la vieja ordenó a mi señora:
—Armate de papel y lápiz.
Diana acató la orden y, con una docilidad que usted se hacía cruces, tomó al dictado la lista de lo que traeríamos. Yo me dije que a su debido tiempo, cuando el recuerdo de la internación no la afectara, le preguntaría a Diana cómo se las ingeniaron en el Frenopático para doblegarle el carácter.
Antes de salir, le recomendé a la vieja:
—Ojo con la perra. No sea que la roben.
—Mientras esté conmigo, no la van a robar —contestó—. ¿O qué te creés? Cada cual defiende lo que quiere —agregó mirándome en los ojos, como si yo fuera a entenderla. Yo no entendía nada.
Comentamos con mi señora que la perra había conquistado el cariño de todo el mundo. Cuando llegamos al almacén de la esquina de Acha, apareció Picardo. El pobre infeliz, que estaba paquetísimo, pasó de largo sin saludar.
—¿Qué le dio a ése? —pregunté.
—¿A quién?
—A Picardo. No me saludó.
Fuimos después al mercadito. Al verla a Diana tildando escrupulosamente la lista que le dictaron, no pude menos que preguntarme si la vieja le había echado el mal de ojo. Recordé entonces las recomendaciones del médico y nuevamente reconocí que fue previsor.
Desembocamos en el pasaje y en la otra punta, en el jardín, divisé a la vieja frente a la puerta. Cuando nos arrimamos, levantó los brazos en alto y anunció:
—Vino a verte Aldini para decir que a Elvira la encerraron en el Frenopático.
Atiné a exclamar:
—No puede ser.
Con los ojos entrecerrados, Ceferina miró a Diana y comentó:
—Ya veremos cómo se la devuelven.
Yo seguía tan perturbado que no pronunciaba palabra. Dije por fin:
—Me voy a lo de Aldini.
Diana se me abrazó y murmuró en mi oído:
—No te vayas. No quiero estar sola con esta bruja.
—Voy y vuelvo —expliqué.
—Llevame.
—No puedo. Verdaderamente triste, o asustada, me pidió:
—No tardés.