40

Al otro día, a la mañana, Diana me preguntó cómo había dormido. Le dije que había pasado la noche en vela.

—Vas a dormir esta noche —aseguró.

La miré, pensé que era más linda y ahora más buena que nadie y decidí no hacer caso a la gente de afuera. «Ceferina siempre inventa motivos de inquietud» me dije. «Si viviéramos solos, Diana y yo seríamos felices». Al rato nos levantamos y fuimos a matear. Con una vocecita dulzona, que me puso en guardia, Ceferina le habló a mi señora:

—Como es domingo invité a tu padre y a tu hermana. Van a traer al chico. ¿Por qué no te hacés ver y prepararás para el almuerzo tus famosos pastelitos de choclo?

Notablemente deprimida, Diana protestó:

—Hoy no tengo ganas de cocinar.

Me acuerdo que pensé: una prueba irrefutable de cómo Ceferina la perturba. La vieja insistió:

—Hay que celebrar la reconciliación.

—No hay que darle demasiada importancia.

Siguieron el debate, en tono amistoso, hasta que la vieja se ladeó y dijo intencionadamente:

—Acordate que para vos todos los días son de aniversario.

Créame, Diana parecía una pobre colegiala a quien la maestra llamaba al frente para tomarle una lección que no sabía. En medio de su confusión, tuvo una ocurrencia que nos hizo reír.

—¿Venís, Lucho? —me dijo—. Vamos a comprar la masa y una latita de choclo.

No me va a negar que la ocurrencia tenía gracia, particularmente en boca de una cocinera que pone tanto escrúpulo y amor propio en los platos que prepara. ¿Qué pasaba? El ama de casa que siempre exigió del verdulero los choclos más frescos ¿ahora se avenía a comprarlos en lata? Todavía algo más increíble: una cocinera, tan orgullosa de la liviandad y del sello inconfundible que según es fama lograba en pasteles, empanadas y demás repostería ¿iba a comprar la masa en la fábrica de pastas?