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El sábado me pregunté con algún resquemor si Diana de repente me pediría que la llevara a la plaza Irlanda. A la hora de la siesta, cuando menos lo esperaba, hizo el pedido, que oí con un sentimiento bastante cercano a la tristeza. Me avine, desde luego, a su voluntad y al atardecer llegamos a la plaza, que recorrimos durante unos cuarenta minutos, en silencio.

Indudablemente Reger sabía de qué hablaba cuando me indicó la necesidad de resistirme contra la tentación de empujar a Diana a su antigua manera de ser. Como sugiriendo algo tremendo y con cualquier motivo, Ceferina sabía decirme: «¿Vos creés que hicieron un buen trabajo en el Frenopático? No estoy segura de que la prefiera cambiada». En otros tiempos, cuando mi señora tenía mal genio y era algo paseandera, el ensañamiento de la vieja me molestaba; ahora me parecía por demás injusto. Ese mismo sábado la enfrenté sin miramientos y le dije lo que pensaba.

—Vamos a hacer una prueba —contestó.

Empuñó el teléfono y marcó un número. Yo la miraba sin entender, hasta que la indignación me llevó a protestar airadamente. No era para menos. La vieja llamaba a Adriana María y de mi parte la invitaba para que viniera a almorzar el domingo, con Martincito y con el chiquilín de los vecinos.

—¿Cómo voy a invitar a una mujer que me ha insultado y calumniado sin ningún motivo?

No hizo caso. Como si el que protestara fuera un chico o un loco en tono severo agregó una recomendación:

—Ni por descuido le hables a tu mujercita del almuerzo de mañana.

Sin dejarme arredrar, contesté:

—Y por tu lado llamá a la familia y deciles que el convite quedó en nada.

Fui terminante porque me sentía seguro de mis razones.

Preguntó:

—¿Se puede saber por qué?

—¿Cómo por qué? Vos ya ni te acordás de la fecha en que vivís.

—Tenés razón —dijo—. Mañana es 23 y pasado Navidad.

—Vale decir que por un capricho tuyo vamos a cargar con la familia dos días seguidos.

—Habrá que aguantar el chubasco —dijo—. Ya no podemos da marcha atrás.

También Ceferina fue terminante. Para mis adentros convine que no podíamos dar marcha atrás, pero el programa de pasar el domingo y la noche del lunes con la familia me pareció igualmente imposible.

A la noche, mientras buscaba el sueño, hice un descubrimiento que me sobresaltó. Me dije que mi desconfianza por los médicos era injusta, que las recomendaciones de Reger resultaron atinadas y que yo no volvería a dudar de su buena intención. No había concluido e pensamiento cuando me retorcí como quien siente una puntada. Más dormida que despierta, Diana preguntó:

—¿Te pasa algo?

—Nada —contesté.

No podía explicarle que en ese momento había descubierto que la cara pálida que me espiaba la otra noche desde la ventanita del taller era la de Reger Samaniego.