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Una mañana estaba mateando con Ceferina, cuando apareció Diana, que soltó, con el aire más natural del mundo, estas palabras:

—No sé qué tiene el reloj. A cada rato se para. Vas a tener que llevarlo a un relojero.

Ceferina, en lugar de echar el agua en el mate, me la derramó en la mano. Por el amor propio herido, o por la mano quemada, me enojé.

—¿A un relojero? Bueno fuera ¿para qué estoy yo?

Desde que volvió a casa, por primera vez le hablaba destempladamente.

Me fui al taller con el relojito, una máquina muy sólida, un Cóncer que le compré el año pasado, para las fiestas, en la calle José Evaristo Uriburu.

Al rato llegó Ceferina y me dijo:

—Vos fuiste siempre trabajador.

—¿Qué me decís con eso? —le pregunté.

—Que me recordás a esos mocitos que son un modelo hasta que se les cruza la primera pollera. Estoy segura que tenés el trabajo atrasado. Qué pensarán los clientes.

—Todo el mundo se toma sus vacaciones.

—Una pregunta: si te gustaba tanto la Diana ¿por qué te gusta ahora? Está cambiada. Fijate: desde que ha vuelto, ni siquiera le ha salido un herpes en el labio.

No vaya a creer que me hablaba en broma.

Pensé que el doctor Reger Samaniego tuvo razón de prevenirme contra la tentación de empujar de nuevo a Diana a sus manías. Aunque la tentación no partía de mí, yo debía estar alerta para no ceder a los comentarios intencionados de la gente que me rodeaba. La recomendación del médico, que grabé en la memoria, en ese momento se me presentó como un verdadero apoyo.

—Decime francamente —le pregunté a Ceferina— ¿vos no creés que se te va la mano con mi señora? Te ensañás demasiado.

—No me ensaño con tu señora.

Lo que hay que oír. Acto continuo, Ceferina se encerró en una de esas lunas que le son tan propias.

Por su, parte Diana empezó un verdadero trabajo de paciencia para que la familia volviera a visitarnos. No lo va a creer: Adriana María le contestó que no tenía ninguna obligación de aguantarme, porque no estaba casada conmigo, y que si Diana quería verla, nadie le iba a cerrar la puerta en la casa de su padre.

Don Martín se dejó convencer, atraído seguramente por la promesa de un almuerzo preparado por Diana. ¿Cómo iba a sospechar el pobre, que ahora, en casa, cocinaba Ceferina? Vino al otro día. Según Diana, el viejo y yo nos miramos con tanta desconfianza y hosquedad que ella se preguntó si por impaciencia no había arruinado toda posibilidad de reconciliación. En este punto debo reconocer que mi señora, en el Frenopático, debió de aprender a disimular el estado de ánimo —lo que puede ser útil— porque, lejos de manifestar ansiedad, echó a reír y dijo en un tono irresistiblemente cariñoso:

—Parecen dos perros que no se deciden por jugar o pelear. Papá, tenés que perdonarlo, porque lo hizo por mi bien.

Don Martín no cedía, pero finalmente dijo:

—Lo perdono si promete que nunca más volverá a encerrarte.

—No va a ser necesario —afirmó Diana con la mayor convicción.

Abrazando efusivamente a don Martín, repetí:

—Lo prometo, lo prometo.

A pesar de su carácter desconfiado y frío, don Martín no pudo menos que notar mi sinceridad. Pasamos al comedor. La comida le deparó una desilusión considerable, pero cuando temíamos lo peor, reclamó mis pantuflas y respiramos aliviados. Concluimos la noche brindando con sidra. La vieja Ceferina, que aparecía de vez en cuando y nos miraba con desprecio, estropeó un poco, por lo menos para mí, esos momentos de expansión familiar.