A los pocos días me encontré, en Carbajal y Tronador, con el doctor Reger Samaniego. Yo iba tan distraído que al verlo me sobresalté. Es verdad que sin la sombra negra de la barba mal afeitada su cara parecía, por la blancura, la de un muerto.
—Qué apuro en pagar —me dijo.
—A mí no me gustan las deudas —contesté.
Creo que la misma tarde que me la devolvieron a Diana, me había largado al Frenopático, a pagar la cuenta.
—¿Y la hija pródiga? —preguntó.
—No entiendo —contesté.
—Usted no cambia —dijo en un tonito desagradable.
—Sigo sin entender —le aseguré.
—¿Cómo está la señora?
—No hay quejas.
Esas palabras me avergonzaron, porque me sentí mezquino. Me pareció que yo le debía mucho al doctor y que sólo por un recelo y por un empaque francamente gratuitos le contestaba así. Desde luego, Diana no me daba motivos de queja. Me iba tan bien con ella que a veces y me preguntaba si todo acabaría en algún desastre. La vida me ha enseñado que las cosas demasiado buenas por lo general no vaticinan nada bueno; soy, además, un poco supersticioso. En realidad nadie hubiera calificado de extraña la conducta de Diana; a mí, evidentemente, me sorprendía, porque no estaba acostumbrado a que se mostrara tan apegada y juiciosa. No le exagero: Diana dejaba a mi cargo las decisiones, de modo que debí convencerme, con el tiempo, de que en nuestra casa el amo era yo. Como usted recordará, el doctor dijo que uno extraña todo, lo bueno y lo malo; me permitiré agregar que uno se acostumbra demasiado pronto a lo bueno. Yo me acostumbré tanto que un día, porque Diana me pidió que la llevara a la Plaza Irlanda, la miré sin disimular la sorpresa. Cuando iba a increparla, recapacité que mi señora siempre fue propensa a los antojos y que el de ir a la Plaza Irlanda era de los más inocentes. Accedí por último. Era un sábado, lo recuerdo muy bien.
Mientras recorríamos la plaza, no pude menos que preguntarme: «¿Por qué insistió en venir?». No hablaba casi, parecía preocupada. Con la esperanza de entretenerla, le dije que nos arrimáramos al teatro de títeres. Ahí me esperaba un verdadero disgusto. La comedia pasaba en un manicomio y el médico apaleaba a un loco. Temí que Diana recordara sus internaciones y que se hundiera, aun más, en la melancolía. Me equivoqué notablemente. Se rió, aplaudió, como una niña embelesada. Cuando nos retirábamos, moviendo la cabeza comentó:
—Qué divertido.
Quizá porque nunca me faltaron ansiedades, ahora despertaba todas las mañanas con aprensión de lo que el día pudiera traerme; lo que me traía era la confirmación de que las cosas andaban bien. Raramente Diana salía a la calle; para ir al mercado o para pasear a la perra, me pedía que la acompañara.
Una tarde cayó el profesor Standle. Mi señora lo trató con una indiferencia que me dejó pasmado y lo atajó cuando se disponía a someternos a un examen completo sobre la técnica de enseñar perros. El cargoso, que es tan afecto a prolongar las visitas, a los pocos minutos nos dijo adiós y con la desorientación pintada en la cara salió al trote.
Era notable cómo se entendían las dos Dianas. No necesitaban de la palabra; se miraban a los ojos y usted juraba que una sabía qué pensaba la otra. A veces llegué a preguntarme si el hecho de llevar e mismo nombre no las disponía favorablemente. Yo me felicitaba de haber comprado la perra, porque hasta los vecinos más ignorantes me repetían que su presencia había contribuido a la readaptación de mi señora a la vida de hogar.