Con la mano derecha empuñaba el brazo de Diana, con la izquierda su valija, salíamos del Instituto, volvíamos a casa, yo me sabía el hombre más feliz del mundo. En ese momento extraordinario hablamos de cosas triviales, hasta que al rato Diana me preguntó cómo estaba su padre y si me había tomado rabia porque la había internado.
—Bastante —le dije.
—Trataremos de hacerlo entrar en razón. —Se echó a reír y me peguntó—: Adriana María ¿te anduvo buscando?
—No entiendo.
—¡Te tiene unas ganas!
No cabe duda: las mujeres son más avispadas que nosotros. Mientras caminaba levantándola del brazo, le aseguro que tuve un fuerte impulso de abrazarla. Usted se preguntará si perdí el sentido de la decencia. Créame que no le cuento estas intimidades por el gusto de ventilarlas, sino porque pienso que pueden resultar significativas para comprender los hechos, tan misteriosos y extraordinarios, que sucedieron después. Para que usted no vaya a suponer que yo estaba un poco loco o siquiera alterado, como Adriana María dio a entender en conversaciones con la gente del pasaje y aun del barrio, es conveniente que sepa en qué estado de ánimo volví a casa. Yo se lo describiría como la simple felicidad de un hombre que vuelve a estar con su mujer después de una larga separación.
Íbamos por esas calles de Dios tan distraídos con nuestra charla y con el placer de estar juntos que no advertimos que habíamos llegado a casa.
—Te preparé una gran sorpresa —le anuncié.
—Decime qué es —contestó.
—Pensá un poco. Algo que siempre quisiste.
—No me hagas pensar —dijo— que estoy muy sonsa. No tengo la menor idea.
—Te compré una perra.
Me abrazó. La tomé de la mano y la conduje a través del portoncito del jardín. Diana salió a recibirnos. Aunque la perra es desconfiada con forasteros, viera qué pronto se hicieron amigas.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Adiviná —le dije—. Un nombre que te es muy familiar.
—No tengo idea.
—El más familiar de todos. Después de un rato preguntó:
—¿No me digas que se llama Diana?
—¿Será por eso que la quiero tanto?
—¿Así que a vos también te pusieron Diana? —le preguntó a la perra, mientras la acariciaba—. Pobrecita, pobrecita.
Entró en la casa mirando todo y, cuando apareció Ceferina, la abrazó, lo que me conmovió bastante.
—La comida va a estar dentro de media hora —dijo Ceferina—. ¿Por qué no vas a tu cuarto a sacar las cosas de la valija?
Diana me dijo:
—No te separes de mí.
La tomé de la mano, la conduje hasta la pieza. Todo la maravillaba, se detenía a cada paso, parecía vacilar, creo que temblaba un poco. Sin querer, le pregunté:
—¿Lo pasaste muy mal?
—No quiero acordarme. Quiero estar contenta.
La abracé y empecé a besarla. Su corazón golpeaba con fuerza contra mi pecho.
Se sentó en el borde de la cama, como una niña y empezó a desnudarse.
—Estoy en mi casa, con mi marido —dijo—. Quiero olvidarme de todo lo demás y ser feliz con vos.
Es una vergüenza lo que voy a decir: lloré de gratitud. De algún modo estaba viviendo el momento que había esperado desde siempre. Otras veces había estado con Diana y aun había sido muy feliz con ella, pero nunca le había oído una tan clara expresión de amor. La abracé, la apreté contra mí, la besé, créame, hasta la mordí. Estaba tan ciego que no me di cuenta de que Diana lloraba. Le pregunté:
—¿Te pasa algo? ¿Te hice mal?
—No, no —dijo—. Soy yo la que debo pedirte que me perdones, porque sufriste por mi culpa. Ahora voy a ser buena. Sólo quiero ser feliz con vos.
Como insistió en sus culpas acabé por decirle que yo siempre la había querido. «Me va a contestar» —pensé— «que ya empiezo con los reproches». Me miró con esos ojos incomparables y me preguntó:
—¿Estás seguro de que no vas a extrañar mis defectos?
No pude menos que maliciar que Reger Samaniego la había prevenido sobre la tendencia que él me atribuía a empujarla de nuevo a la locura.
—Te voy a querer más —le dije.
—¿Me vas a querer si soy del todo para vos?
Le besé las manos, le di las gracias. No me arrodillé delante de ella porque Ceferina abrió la puerta y dijo con su voz destemplada:
—Si no acaban pronto se achata el suflé.
Comenté con Diana:
—Qué mujer desagradable.
—Son los celos —explicó Diana, riendo—. No hagas caso.
Vaya uno a saber por qué en ese momento me dije: «Qué raro. Hoy, mientras hablaba con Reger Samaniego, no se me ocurrió pensar que a lo mejor Diana iba a estar furiosa conmigo porque yo no había impedido su internación. Si me la hubieran devuelto como antes, ahora estaría torturándome con reproches y recriminaciones. Tiene razón Reger. Está cambiada. Está curada».