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Aunque el alejamiento de la cuñada representó, en definitiva, un alivio, mi vida siguió su curso de angustia y contrariedades. Consistían éstas principalmente en llamados telefónicos, de casa de don Martín; padre e hija se pasaban el teléfono para gritarme, por turno, amenazas y palabrotas.

Finalmente, el 5 de diciembre a la tarde, llamó Reger Samaniego y dejó dicho que por favor yo compareciera en el Frenopático. Ceferina, que tomó el mensaje, no creyó necesario pedir aclaraciones.

Imaginé las peores calamidades, de modo que salí a la disparada y llegué en seguida, más muerto que vivo. Sudaba tanto que daba vergüenza. Como si volviera a soñar una pesadilla, al principio todo ocurrió como la otra vez. En el despacho de Reger Samaniego, me recibió personalmente el doctor Campolongo, que cerró la puerta con llave y me extendió, con la mayor deferencia, una mano pálida, tan mojada como la mía, pero que registraba una temperatura notablemente inferior.

—¿Tiene alas? —preguntó.

Lo miré sin comprender. En mi confusión mental desconfié que me tomara por loco.

—No entiendo dije.

—No colgué el tubo y ya lo tengo aquí.

Noté que su cara —afeitada, más bien redonda— era extraordinariamente pálida.

—El doctor Reger Samaniego quiere hablarle —dijo—. ¿Espera un minutito?

Contesté afirmativamente, pero debí contenerme para no agregar que por favor el minutito no se alargara demasiado porque yo estaba muy nervioso. Para distraerme comparé la cara de Campolongo con la que sorprendí la otra noche en la ventanita del taller. La de Campolongo era igualmente pálida pero más redonda.

El médico se fue por la puerta que daba adentro. Recordé algunas amenazas de Adriana María y me pregunté si yo no habría caído en una trampa.

Al rato se abrió esa misma puerta, entró una enfermera, me incorporé, me dijo que me sentara.

—El doctor no va a tardar —aseguró.

Era morena, con el mentón muy en punta y los ojos brillosos, como si tuviese fiebre. Se apoyó en el brazo de mi sillón y, mirándome de cerca, preguntó:

—¿No quiere un café? ¿Una revista para entretenerse mientras está solito?

Le dije que no. Sonrió como si me diera a entender que mi negativa la apenaba y se fue.

Imaginé de pronto que el doctor me había llamado con el propósito de alejarme de casa. «Mientras cumplo este plantón acá, se aparecen en casa el alemán y el cejudo y me roban la perra».

Ya no me contenía los nervios cuando apareció Reger Samaniego. Era alto, flaco, de nariz afilada. A lo mejor a causa de su cara, sombreada por una barba de tres o cuatro días, lo comparé a un lobo. Me pregunté si por el hecho de pensar esos disparates y no en Diana, atraería la mala suerte. Reger Samaniego se había puesto a hablar antes que yo fijara la atención. Cuando por fin lo escuché, decía:

—Está cambiada. No espere que sea la misma. Está cambiada para mejor.

Quedé callado, porque no sabía qué contestar; por fin le dije:

—Yo casi prefiero que sea la misma.

—Es la misma, pero está mejor.

En realidad mi respuesta no expresaba incredulidad; sino esperanza. Reger Samaniego continuó:

—Si el máximo de enfermedad fuera cien ¿en qué porcentaje computaría usted el mal de la señora?

—No entiendo una palabra —dije.

—¿Usted fijaría la enfermedad de la señora en un veinte, en un treinta o en un cuarenta por ciento?

—Digamos en un veinte.

—Digamos en un veinte, pero en verdad era el doble. Ahora lo hemos rebajado a cero. O, para decirlo al revés, llevamos la salud psíquica de la señora al ciento por ciento.

—¿Está sana?

Iba a preguntarle también si me la devolvería pronto, pero antes de que me resolviera a hablar, contestó a mi primera pregunta.

—Completamente sana. Por favor, trate ahora de seguir mi razonamiento. Ella era —no quiero ofender, entiéndame bien— la manzana podrida de su matrimonio. ¿Me sigue?

—Lo sigo.

—Cuando la señora no estaba sana, lo enfermó a usted.

En situaciones desconocidas, para no ser cobarde, tal vez haya que ser muy valiente. Tuve ganas de escapar. Tomando un tono despreocupado, le dije:

—Para mí, doctor, que le contaron infundios y lo sorprendieron en su buena fe. Yo estoy perfectamente.

—Le pedí, señor Bordenave, que tratara de seguirme. No conteste si no entiende.

Contesté:

—Entiendo. Pero estoy perfectamente. Le aseguro. Perfectamente. Me parecía que tenía hormigas en las venas. Con la más imperturbable lentitud, Reger Samaniego retomó la explicación.

—La manzana podrida enferma el resto de la frutera. A usted, en cierto grado, la señora lo enfermó.

La explicación, como yo lo había previsto, tomaba un rumbo peligroso. Para mostrar cordura y buen ánimo le pregunté:

—¿En qué porcentaje?

—No lo entiendo —me dijo.

—¿En un cinco por ciento?

—No entremos en porcentajes —contestó con visible irritación que de cualquier manera son puramente fantasiosos. Digamos, en cambio, que ahora, cuando la señora vuelve sana, a usted le tocará el papel de la manzana podrida.

—¿Qué debo hacer? —pregunté en un hilo de voz.

Cerré los ojos, porque estaba seguro de oír la temida palabra «internarse». Oí:

—Vigilarse.

—¿Vigilarme? —pregunté desorientado, pero aliviado.

—Es claro. Reprimir su propensión a enfermarla de nuevo.

Tal vez porque ya me creía a salvo o tal vez porque estaba realmente ofendido, protesté:

—¿Cómo se le ocurre que voy a tener propensión a enfermar a Diana?

—Acuérdese de lo que le digo. Usted puede, sin proponérselo, no le discuto, desencadenar nuevamente la enfermedad. ¿Usted quiere que la señora recaiga?

Atiné a repetir:

—¿Cómo se le ocurre?

—Entonces ¿me promete que usted no va a extrañar costumbres, o maneras de ser, que la señora haya olvidado?

Le aseguré:

—No entiendo.

Escondió la cara entre las manos. Cuando las apartó, parecía muy cansado.

—Voy a hacer una mala comparación, para ver de ayudarlo. Un señor que había comprado el caballo del lechero, protestaba porque el animal paraba en todas las puertas. Lo llevó a otro señor, para que le sacara la mala costumbre y, cuando se lo devolvieron, protestó porque el caballo no paraba en ninguna parte.

Enojándome por si acaso, contesté:

—No entiendo la comparación.

—Tengo el mayor respeto por la señora —me aseguró—. Eché mano a la comparación en la esperanza, en la ilusión a lo mejor absurda, de que usted me entendiera. Le repito: la señora está cambiada y espero que usted no proteste.

—¿Por qué voy a protestar?

—Uno extraña lo bueno y lo malo.

—¿Qué puedo hacer?

Dijo una frasecita que no olvidaré:

—No me la retrotraiga a las formas de vida de cuando estuvo enferma. —Volvió a taparse la cara con las manos y después miró hacia arriba, con la expresión de quien está contemplando algo maravilloso—. Tal vez convendría un viaje, un cambio de domicilio, pero no pretendo meterlo en nuevos gastos. La solución ideal ¿quiere que le diga cuál hubiera sido la solución ideal?

Le juro que respondí:

—No.

Hablé en voz tan baja que no debió de oírme. Continuó:

—¡Internarlo a usted también!

En ese momento su cara me pareció más angosta y más puntiaguda. Una verdadera cara de lobo. Era pálida, pero la oscurecía la barba sin afeitar.

—Sería malgastar el dinero —protesté como si no diera mayor importancia a lo que estaba diciéndome.

—Vuelvo a las manzanas —contestó—. Si un cónyuge se enferma, el matrimonio se enferma. Usted solamente va a probarme que está sano si no empuja a la señora a sus viejas manías.

—Le prometo —dije.

Volvió a taparse la cara y, de pronto, dio una palmada a la tortuga de bronce que había sobre el escritorio. Me sobresalté, porque era un timbre de lo más estridente.

Apareció Campolongo.

El director le preguntó:

—¿Está lista la señora de Bordenave?

El otro tomó su tiempo para contestar:

—Está lista.

Por fin el director ordenó:

—Tráigala. —A pesar de mi confusión, entendí que Reger daba una aclaración inútil—. Vienen a buscarla.

Yo no podía creer lo que estaba oyendo, pero la alegría se me acabó de golpe, cuando vi que Reger sacaba del bolsillo del guardapolvo una papeleta inconfundible. «Por no tener el dinero, todavía no me la van a devolver» pensé. A lo mejor si llamaba por teléfono al rengo Aldini, o si me largaba, sin demora, a su casa, podría recuperar el dinero prestado.

—No se me ocurrió traer dinero… —murmuré.

A mí mismo me pareció una excusa nada convincente, pero las palabras que dijo Reger Samaniego fueron todavía más increíbles:

—Me paga cuando puede.

Me entregó el papel, se restregó las manos y con aire de comerciante hipócrita agregó: «Mi cuentita». La examiné, nuevamente no pude creer y di vuelta la hoja para ver si seguía del otro lado. No seguía.

—¿Es todo? —pregunté.

—Es todo —contestó.

—Pero, doctor, ni siquiera le pago la manutención.

Para mis adentros yo me decía; «Con lo que tengo en el banco me basta y sobra».

—No se preocupe —contestó Reger Samaniego.

—No es cuestión tampoco de que usted haga caridad.

—No es cuestión tampoco de que se preocupe demasiado —contestó; yo tardé en comprender que ya no me hablaba de la cuenta—. Si, involuntariamente, desde luego, usted propende a reproducir las situaciones anteriores, no faltará, esté tranquilo, quién me avise —en ese punto se golpeó el pecho, para indicar tal vez que yo podía confiar en él— y lo internaré inmediatamente, sin que ello signifique, para usted, una exorbitancia en materia de gasto.

Yo estaba sumido en las más deprimentes cavilaciones cuando oí el grito:

—¡Lucho!

Con los brazos abiertos, dorada, rosada, lindísima, Diana corrió hacia mí. Tuve presencia de ánimo para pensar: «Está feliz porque me ve. Nunca olvidaré esta prueba de amor».