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Tal vez yo no sepa tratar a las mujeres. Si la miraba en silencio, mi cuñada me decía que me burlaba de su dolor, y si le pedía que se calmara, me decía que no aguantaba a los hipócritas.

Me fui al cuarto, metí en el bolsillo todo el dinero cobrado últimamente —de puro dejado no lo deposité— y salí con la perra. Por suerte, Aldini estaba en el pasaje. Le pregunté:

—¿A vos te parece bien que entre amigos haya secretos?

—Secretos no, pero tampoco es cuestión de contar todo, como las mujeres y los modernos maricas.

—¿Le parece bien pagar, sin decirme palabra, la cuenta de los médicos?

—¿Por qué iba a publicarla?

—Porque en este momento, por casualidad, puedo ayudarte. Cuando metí la mano en el bolsillo me atajó:

—En la calle no se muestra el dinero.

Entramos. Rengueando trabajosamente me condujo hasta la pieza. Elvira estaba en la cocina.

Repetí:

—En este momento, por pura casualidad, puedo ayudarte. Da miedo decirlo: la plata me llueve.

Me pareció que hablaba como jactancioso.

—A lo mejor mañana la necesitás —dijo sencillamente Aldini.

—En ese caso te la pido.

—Y yo ¿cómo la devuelvo? Hoy por hoy el hombre que no trabaja es un balde sin fondo.

Le di el fajo.

—¿No estarás cometiendo un error? —preguntó—. Por tu situación, no sé si me entendés.

Contó el dinero e insistió en extenderme el recibo. Después hubo que aceptar los mates de Elvira y departir como lo exige la sociabilidad.

Me retiré satisfecho. Al rato me pregunté si no le había prestado el dinero al rengo por el simple afán de quedar como un gran amigo y como un hombre generoso. O peor aún: si no se lo había prestado porque pensaba que el dinero me traía mala suerte. Como usted ve, mi señora tiene razón: interesado en mí mismo, siempre estoy interrogándome y examinándome y hasta me olvido de los otros. ¿Le digo la verdad? Tuve miedo de que todo esto me trajera mala suerte.

Como no sé atender dos cosas a un tiempo, tardé en percatarme de que había un automóvil frente a casa. Era un taxímetro que Adriana María cargaba de valijas y de perchas con vestidos. La cuñada me rechazó, cuando hice el ademán de ayudarla y, sin preocuparse de que la oyera el conductor, me largó con odio:

—Desalmado.

De todos modos le hubiera acomodado las cosas en el coche, si no fuera por Martincito, que abría y cerraba los ojos, movía las manos como si fueran orejas de perro, hacía morisquetas y me sacaba la lengua. Aunque usted piense que soy un hombre débil, le confieso que la actitud de Martincito me afectó profundamente. Cuando se fueron, me dijo Ceferina:

—No te hagás mala sangre.

—Muy fácil.

—Habrá encontrado un macho. Hay mujeres así. Antes de hacer lo que tienen ganas, culpan al prójimo.

A mí me disgustaba el escándalo y la partida de la cuñada, sobre todo la burla del chiquilín. Con pesadumbre me dije que debía perder las esperanzas de que Ceferina, o que nadie, me entendiera. Me abrazó por un rato la vieja, hasta que se apartó para mirarme con júbilo, cor ternura y (añadiré, porque soy un desagradecido) con ferocidad. Creo que dijo:

—¡Al fin solos!