Con tanto paseo y adiestramiento, se me atrasó el trabajo en e taller. Para cumplir en fecha con la clientela, no me quedó otro remedio que volver de noche a los relojes. En lugar de la televisión, una cuerda o un eje roto, un engranaje con algún diente gastado, me entretenía hasta la madrugada.
Una noche yo estaba con el Longines del señor Pedroso desparramado ante mí. Pedroso, usted lo recuerda perfectamente, es el jubilado de las pompas de Mariano Acha. Para empezar a armar, tomé la primer pieza con la pinza, cuando me pareció —usted va a creer que son imaginaciones de un hombre alterado, porque no oí el más mínimo ruido Diana, que ladra por cualquier cosa, en verdad no despertó— que alguien estaba espiándome. Sin dejar la pinza, muy lentamente giré la cabeza y, encuadrada en la ventanita que da al jardín, durante un segundo o dos, vi una cara afeitada y blanquísima. ¿A que no sabe qué pensé toda velocidad? Que en esta época, para trabajar de noche, un relojero como yo, rodeado de cosas de valor que no le pertenecen, debía trae al taller un arma y que el revólver marca Eibar, de empuñadura nacarada, que heredé de mi padre, estaba en la cómoda del dormitorio lejos de mi mano. Enseguida empezó la animación. La perra ladró, y dejé la pinza y cuando me encaminaba a abrir, golpearon a la puerta. En la penumbra había un hombre que la perra trató de sortear. Era el dentudo: la abrazaba, la retenía, le decía:
—¿Cómo te va, Diana? —El dentudo me alargaba un collar de adiestramiento y explicó—: Se lo manda Standle.
Después di en pensar que a lo mejor afuera había quedado el compinche de la cara pálida y que el dentudo adrede sujetó a Diana para que no lo persiguiera.
Le voy a confesar algo que me avergüenza: desde que se fue mi señora, estoy mal de los nervios. La aparición de la cara en la ventana y la conversación con el dentudo, que fue de lo más común, me dejaron sin ganas de trabajar. Cuando iba a acostarme pensé que no conciliaría el sueño fácilmente. Pasé la noche en continua agitación, porque soñé que el hombre pálido me había robado la perra. En la pesadilla, con las piernas cansadas de caminar tanto y con ansiedad en el alma, buscaba la perra por todo el barrio y por el Parque Chas. La llamaba mentalmente y creo, Dios me perdone, que en mi angustia confundía y hasta identificaba una Diana con otra. Le aseguro que desperté a la miseria. Al ver la perra echada en la alfombrita, le acaricié la cabeza.
Me di una ducha, me vestí y cuando iba a la cocina, a matear, le oí a la vieja que le decía a mi cuñada:
—Lucho es el hijo de las circunstancias.
Qué me dice de las frases que se le ocurren. Adriana María, por lo visto, la entendió y estuvo de acuerdo. Yo dejé los mates para más tarde y saqué la perra a dar una vuelta.
En el pasaje lo encontré a Aldini. El hecho de tener cada cual un perro ha reforzado nuestra vieja amistad. Me dijo:
—Esta mañana lo vi a Picardo. Estaba tan paquete y tan orgulloso que no me saludó. Increíble.
Pensé: ganó mi caballo y él se guardó la plata. Para cambiar de tema no se me ocurrió nada mejor que decir:
—Increíble lo que vi anoche en la ventanita del taller.
Le conté la aparición de la cara pálida y del muchacho dentudo.
—Standle te vendió la perra —me dijo— y ahora quiere robártela para el laboratorio. Vas a tener que andar con cuatro ojos.
Arrebatado por una auténtica indignación dije:
—Permití que se llevaran a una Diana, pero no voy a permitir que se lleven a la otra.
Comprendí en el acto que si hubiera formulado la frase ante Adriana María o ante Ceferina me hubiera expuesto a toda clase de bromas. Aldini, que no es menos inteligente que las mujeres, la dejó pasar.
Luego nos internamos en temas de otra elevación. En la esperanza de comprender mi afecto por Diana a través de su afecto por Elvira, le dije:
—Voy a hacerte una pregunta idiota. ¿Vos podrías decir cuál es la persona que más querés?
Me contestó:
—Y, che, lejos, Elvira.
Su respuesta me convenció de que podríamos entendernos. En el afán de alcanzar esa meta, mayormente no me preocupé de tener tino y le presenté una segunda pregunta:
—En Elvira ¿qué es lo que más querés?
Hasta la papada se le puso al rojo vivo. Al rato dijo algo que me llenó de asombro:
—Tal vez uno quiere la idea que uno se hace.
—No te sigo —confesé.
—Yo tengo la suerte de que Elvira no desmiente nunca esa idea.
Pensé un ratito y dije como si hablara solo:
—Bueno. Si yo quiero al físico de Diana, quizá no estoy tan equivocado. Quizá no sea menos Diana su físico, que Elvira la idea que te formás de ella. No hay que hurgar tan adentro.
Aldini respondió con naturalidad:
—Sos demasiado inteligente para mí.
Yo no creo que sea más inteligente que los demás, pero he pensado mucho sobre algunos temas.