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En casa me recibieron mejor de lo que yo había previsto. Martincito saltaba, hacía fiestas a la perra, se mostraba feliz. Recuerdo que me dije: «Es un chico extraordinario». En cuanto a las mujeres, desde el primer momento se pusieron en contra. Ceferina fingía no entender para qué yo había traído a la perra.

—¿No te dije que el gavilán andaba detrás de una reemplazante de mi hermana? —preguntó Adriana María—. Eso sí, por respeto, se trajo una tocaya.

A veces me pregunto si en realidad la quiere a mi señora.

Ceferina me previno que ella no iba a limpiar la suciedad del animal.

—Para eso buscate alguna chinita de las provincias —dijo, como si ella fuera inglesa.

Pasaban los días, la perra no ensuciaba adentro y la irritación de Ceferina aumentaba. Yo me pregunto si algunas mujeres no necesitan disgustos y peleas para vivir en paz. Menos mal que no se le ocurrió echarme en cara (lo que pudo hacer con fundamento) que yo robaba tiempo a los relojes para adiestrar a la perra. Cuando nos miraba, a las horas de clase, créame, su cara era el retrato del menosprecio. Si la perra me desobedecía, con cualquier pretexto la acariciaba y hasta le daba un terrón de azúcar. Que yo la sacara a pasear varias veces por día desataba, usted vaya a saber por qué, la mayor indignación.

—¿Has conseguido una amiguita en el barrio o de veras te gusta pasearte con la perra? —me preguntó la cuñada.

Le respondí:

—Es claro que me gusta. ¿Qué hay?

—¿No serás medio degenerado, che?

—Vos, mi hijita —terció la vieja Ceferina, que si la enojan me defiende— podrías, de vez en cuando, limpiarte esa mentalidad.

A mí me une a la perra una simpatía muy fuerte. Cuando le veo el hocico tan negro y tan fino, los ojos dorados, tan expresivos de inteligencia y devoción, no puedo sino quererla. A lo mejor acertó Ceferina cuando me dijo que soy un enamorado de la belleza. Hay en esto un punto que me preocupa: la belleza que a mí me gusta es la belleza física. Si pienso en la atracción que siento por esta perra, me digo: «Con Diana, mi señora, me pasa lo mismo. ¿No adoraré en ella, sobre todo, esa cara única, esos ojos tan profundos y maravillosos, el color de la piel y del pelo, la forma del cuerpo, de las manos y ese olor en que me perdería para siempre, con los ojos cerrados?».

La presencia de un animal cambia nuestra vida. Como si yo hubiera padecido hambre y sed de un amor total —así era, le garanto, el que me ofrecía esta perra— desde que la tuve en casa me sentí en ocasiones tan acompañado, que llegué a preguntarme si no la extrañaba menos a mi señora. Sospecho que estas dudas no eran sino otra prueba de la tendencia a la cavilación que había desarrollado… A mi señora la extrañaba con la misma ansiedad de siempre, pero la perra, con su devoción, no sé cómo decirlo, devolvía la estabilidad a mi ánimo.

En su momento no damos a todos los hechos la debida importancia. Desde que tengo perra, en la calle miro a los perros y, si los veo dos veces, usted se va a reír, los reconozco. Entre los que salimos a pasear perros, fácilmente entablamos amistad. Somos lo que se llama una familia numerosa. Mi cuñada asegura que si una mujer está de espera, o con miedo de estarlo, no encuentra más que barrigonas. Por mi parte, desde que la tengo a Diana, no encuentro más que gente con perros. O perros que se me acercan. Sin ir más lejos, la otra tarde, en el Parque Chas, una perra de caza, con grandes orejas y mirada triste —atormentada, habría que decir— me saltó encima, como si me conociera. Con un coraje que me llenó de orgullo, Diana la puso en fuga. Después encontramos al dentudo de la escuela; me pregunto qué se cree ese pobre diablo: se hizo el que no nos veía.

Si Martincito no hubiera sido tan amigo de la perra, yo no me hubiera animado a salir y a dejarla sola, con las mujeres de la casa. Podía contar con el chico; la cuidaba y jugaba con ella, al extremo de que a veces me pregunté si no me robaba su afecto. Diana prefería los juegos de Martincito a pasar las horas echada a mis pies en el taller. Probablemente el olor del calentador de kerosene la molestaba. Debemos recordar siempre que el perro, según me explicó Ceferina, en materia de olfato supera al ser humano.

En realidad, debía de ser bastante ridículo mi temor de que el chico me robara un cariño tan seguro. Por la manera de mirarme yo debí entender que esa perra me quería. No creo que nadie tenga ojos así.