No bien desembocamos en el pasaje lo vi al rengo Aldini estacionado con Malandrín. Aunque parezca mentira, Diana se interesó vivamente en ese animal achacoso y poco menos que a la rastra me llevó a su encuentro. Mientras los perros se estudiaban y conocían, conversamos con Aldini.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Una perra —contesté.
—¿De dónde la sacaste?
—Acabo de comprarla.
El rengo tuvo una de esas finezas que aun hoy lo distinguen como el caballero que es, aunque ya no use la impecable corbatita blanca de los años mozos, cuando convidaba a la barra de chiquilines (entre los que figurábamos usted y yo) a ver los partidos de fútbol. Con dos mágicas palabras me levantó el ánimo:
—Te felicito.
Me quedé mirándolo con gratitud y tardé en descifrar lo que ahora decía. Aldini repitió:
—¿Cómo se llama?
Un rato antes el alemán pareció incómodo por la pregunta; el turno de la incomodidad me llegaba.
—Fatalismo puro —aseguré.
—¿Cómo? —preguntó abriendo los ojos.
—Es como si creyeran que me olvido de la señora.
Recuperando el aplomo sonrió.
—No me digas que se llama Diana.
—Sos rápido —le dije, sinceramente.
—¿De dónde la sacaste? —volvió a preguntar.
—Se la compré a Standle.
Aldini emprendió un interrogatorio sobre los orígenes del animal, que no contesté, por falta de preparación. Confieso que por un momento me sentí desilusionado; mientras yo pensaba «La manía de los antepasados, aplicada a los perros», el rengo concluía sus preguntas con la frase alarmante:
—Espero que no te traiga disgustos. Reaccioné en el acto:
—¿Por qué va a traérmelos?
—Con tal de que no les falte unidades para la venta, los de la escuela recogen perros vagabundos, cuando no los roban en las propias casas.
—No puede ser —dije.
—¿No puede ser? —repitió con acaloramiento—. Un día estás paseando lo más campante con tu nueva Diana y el primer peatón te sale al paso con el reclamo de que la perra es de su propiedad y que se la robaste.
—La he comprado de buena fe.
—Tendrás que probarlo.
—Yo no la devuelvo aunque me lleven a la comisaría.
—Estás en tu derecho. Te agrego una opinión alentadora: según el dueño de un galgo, que es amigo mío, no roban los perros que venden a particulares.
—Yo soy un particular.
—Es tu ventaja —dijo, y bajó la voz para añadir—: Roban los perros que ningún ser humano volverá a ver.
—¿Qué perros son esos?
—Los que entregan a laboratorios.
—¿Para qué?
—¿Cómo para qué? ¿No sabés? ¡Para la vivisección!
De nuevo apareció la palabra vivisección que yo no recordaba, hasta que la oí en sueños, las otras noches.
—¿Con qué propósito? —pregunté.
—El de siempre. El ansia de riquezas. El dinero es horrible.
—Yo sospecho que el dinero trae mala suerte —dije, para ver si le sacaba una opinión esclarecedora.
Tal vez no me oyó, porque pensaba algo que lo preocupaba. Sujetándome de los hombros, murmuró:
—Entre vos y yo. Standle no ama sinceramente a los perros.