A la media cuadra, miré para atrás y lo vi a Picardo que me vigilaba desde la esquina, sin el menor disimulo. «Por culpa de ese cargoso» me dije «aunque no quiera entrar, tengo que entrar».
Había tanto olor a perro en el escritorio, que me dio por compadecer a Diana, como si estuviera seguro de que vivía ahí.
En el hombre celoso dura poco la bondad. Cuando entendí el alcance de lo que había pensado, me puse a buscar rastros de mi señora con un encono que admiraba. Por cierto no los encontré. Usted dirá que si tan fácilmente desconfío, no he de quererla mucho. En ese punto se equivoca, aunque por mi parte a lo mejor no sepa dar razones para convencer.
Apareció el dentudo que trabaja de peón en la escuela.
—¿Qué quiere? —preguntó.
Por la manera de hablar usted lo coloca a mitad de camino entre la gente y los animales.
—Hablar con Standle —dije.
El muchacho entreabrió una puerta y avisó:
—Quieren verlo.
No me quitó los ojos, ni se fue, hasta que vino Standle. El alemán mostró un disgusto que después disimuló con cara de sonso. Me acuerdo como si fuera ahora que en ese momento no pude menos que preguntarme si el hombre escondía algo o si me había hecho una mala jugada.
—¿Qué busca? —preguntó.
Tal vez para estudiar sus reacciones le largué la frase:
—Busco un perro para regalárselo a Diana, cuando vuelva a casa.
—¿A la señora Diana?
Le juro que yo le sorprendí en los ojos y en la boca una expresión de burla. Me dio rabia y le pregunté:
—¿A quién va a ser?
Con vivo interés comercial pasó a tratar el negocio.
—En este momento nótase una verdadera contracción de la oferta —dijo—. La primera consecuencia en el mercado es la suba de precios.
—Cuándo no —contesté.
—Lo que usted necesita es una perra.
—O un perro.
—A un perro lo distrae con una perra. A una perra usted no la distrae del deber.
Le previne:
—Ya le oí el cuento.
—Acompáñeme. Le enseño lo que necesita.
Abrió una puerta y avanzamos entre dos filas de perreras. No es que yo sea pretencioso, pero le garanto que el lugar no resultaba hospitalario. Tanto ladrido, tanto olor a perro mezclado a desinfectante, me deprimieron y entristecieron. Ganas me entraron de renunciar a la operación.
—Mire qué linda la joven —dijo el alemán.
Era una lindísima perra de policía. Cuando llegamos estaba echada con la cabeza aplastada contra el suelo y desde allá abajo nos miró con ojos atentos, dorados. Parecía divertida, como si compartiera una broma con nosotros y en un instante pasó de la quietud al salto y a las fiestas. Le juro que pensé: «Me la llevo». Como repite Ceferina, cuesta mucho resistir a la belleza. Una mala comparación, desde luego, porque Ceferina se refiere a mi señora.
—¿Cuánto pide?
—Cincuenta mil pesos —contestó.
—Qué barbaridad.
Era una barbaridad, pero también era (y esto me pareció más importante) la misma cantidad que yo había recibido por el Ausonia de Lorenzutti. Entendí que si gastaba ese dinero en una perra para mi señora, a lo mejor convertiría la mala suerte en buena suerte. Ni qué decirle que mientras yo pensaba todo esto, el alemán hablaba sin parar. Creo que ponderaba la inteligencia del animal y su carácter caprichoso. Con voz aflautada exclamó:
—¡Mujer al fin! Pero dócil, buena y, un punto capital, muy adelantada en el curso de enseñanza.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
De nuevo pareció molesto. Animosamente aseguró:
—Malicio que el nombre gustará.
—¿Porqué?
—Porque es tocaya de la señora.
Cuando comprendí, me contrarié. Aparecer en casa con una perra que se llamaba Diana, no era prudente, porque no habría medio de salvarla de la malquerencia y del mal trato de las mujeres.
En ese primer momento razoné con sinceridad.
—No me sirve. ¿Qué otra cosa ofrece?
Me mostró media docena de perros. La comparación era imposible.
—Pichichos lindos, pero trabajo inútil —declaró—. El señor eligió de entrada. Amor a primera vista.
Lo miré con respeto, porque me decía la verdad. Desde que la vi, Diana me atrajo.
—Me la llevo —dije.
—Felicitaciones —dijo Standle. Me estrechó la mano hasta hacerme doler.
Comprendo perfectamente que me porté como un chico. Desde que internaron a mi señora estoy un poco alterado.