Para despabilarme chupé unos mates, porque si me descuidaba, en la cabeza volvía a pasar, como una película, esa pesadilla de los médicos, que se ponía particularmente desagradable cuando aparecía mi señora con el emplasto.
Después, en los Incas, tomé el 113. Bajé en el puente, doblé hacia la derecha, me encaminé a la avenida San Martín y Baigorria. Allí estuve merodeando, apostado detrás de los árboles. En el afán por avistar a Diana, me despreocupé de los transeúntes que, según imagino, me observaban con desconfianza. No le niego que me llevé un susto cuando el propio doctor Campolongo salió del edificio, cruzó la calle y se vino derechito hacia mí. Precipitadamente me parapeté detrás de un viejo camión abandonado, para ver cómo el doctor llegaba al quiosco y compraba un atado de cigarrillos.
Otro momento culminante se produjo cuando divisé a una mujer en una ventana del quinto piso del Instituto. Sin la menor vacilación me dije: «Es Diana». Siempre he creído que si un día estoy bajo tierra y Diana pisa mi tumba la reconozco. La ventana se abrió: lo que yo había tomado por Diana era, para qué negarlo, una enfermera bastante gorda.
Antes de ir a casa me largué en el 113 hasta Pampa y Estomba, porque resolví pasar por la escuela de perros. En la casilla refulgía apenas una luz amarillenta, muy débil. Me quedé media hora de facción, yendo y viniendo por la vereda; de vez en cuando echaba una mirada, de soslayo, hacia la lucecita. Le garanto que si aparecía un patrullero, me pedía los documentos, y si me veía algún amigo, pensaba que la internación de mi señora me había vuelto loco; no he llegado a tanto, pero a este paso no he de estar lejos.
En casa encontré a Martincito agazapado detrás de la carretilla que mi suegro, con la manía de grandezas, compró para trabajar en el jardín. Extrañado le pregunté:
—¿Qué estás haciendo?
Pareció molesto y por señas me pidió que me alejara. Como vacilé, explicó:
—Si te quedás, me sorprende el enemigo.
Cuando descubrí al chico de la vecina, un gordo pálido, arrastrándose como una lombriz, malicié que jugaban a la guerra. Yo iba a sonreírle a Martincito, pero lo vi tan irritado que me retiré en buen orden.