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El resto de la mañana lo pasé con el Ausonia de la fábrica. Trabajé con verdadero apuro de terminar, como si estuviera convencido de que mientras me entretuviera con el armatoste, en el Instituto Frenopático podría sucederle cualquier cosa a mi señora. A las once y media, con bastante alivio, metí la máquina en la caja. Es claro que tendría el reloj en observación, por lo menos veinticuatro horas, antes de entregarlo.

Aldini me explicó infinidad de veces que no debo permitir que la superstición me domine, porque entristece el alma.

En procura de alguna información directa sobre el almuerzo, fui a la cocina, a ver a las mujeres. Recuerdo que me dije, como si hablara con la cuñada: «Volviste pronto» y que no pude menos que preguntarme dónde habría ido. De espaldas a la puerta, atendían las hornallas y los cacharros y de tanto en tanto juntaban las cabezas para secretear. El hecho de que se mostraran tan compañeras me dejó indiferente, porque bastaba recapacitar un minuto para entender que toda esa amistad no reconocía otra razón que la malquerencia por Diana. Secreteaban por costumbre pero el odio no lo disimulaban.

Tenía ganas de charlar con Martincito (tal vez me sentía bastante solo) pero finalmente resolví largarme a La Curva, porque me faltó el ánimo para aguantar las caras y las indirectas de las mujeres, a lo largo de todo el almuerzo. Pasé por el cuarto, para adecentarme un poco, recogí el saco, desde la puerta de la cocina grité:

—Almuerzo afuera.

En cuanto asomé al pasaje, me abordó Picardo. Hasta lo de Aldini habló sin parar, para convencerme de que su mayor anhelo era que yo jugara una boleteada franca, de corazón, a una yegua que el sábado iba a dar el batacazo del siglo en Palermo. Mientras yo decía «No juego, no traje plata», él aseguraba «No podés fallarme», se explayaba en pormenores y formulaba con dificultad de lengua (y hasta de postizos) el nombre de la yegua, que era extranjero.

—No juego —repetí.

—Comprá ochenta boletos.

—No traje plata.

—Te los fío. Si el doctor se noticia, pierdo el empleo, porque es un fanático del contado rabioso. ¿Vas a dejar caer a un compañero de infancia? Te pregunto para el caso de que la yegua resulte perdedora. Pero estáte tranquilo, vas a ganar una ponchada de pesos.

Terminantemente le dije que no jugaba, pero ¿quién logra que un débil como Picardo, acepte una negativa? Repitió hasta lo increíble «una ponchada de pesos» y declaró:

—Pagás el importe sobre la ganancia. El doctor y yo queremos darte satisfacción.

Le dije:

—No te voy a pagar nada.

Me prometió que iba a comprar los boletos. Entré en lo de Aldini y sin dificultad lo recluté para el almuerzo en La Curva. Doña Elvira, que está mejorcita, comentó:

—Quiero creer que ustedes dos no andan en algo. Ni bien me reponga, me doy una vuelta por La Curva, a ver si Pepino no contrató una brigada de coperas.

Le prevengo que hablaba en broma.

Durante el almuerzo, Aldini no se manifestó como en sus mejores días. Con la señora siguen religiosamente en la televisión la novela Borrasca al amanecer, de unos médicos, indumentados de levita y galerones que, para proceder al trasplante, o autopsia y vivisección, roban cadáveres en el cementerio local. Una historia de miedo, sobre los albores de la ciencia, que si no me equivoco pasa en la ciudad de Edimburgo, en tiempos de la reina de Inglaterra, con actores que se aplican en la cara emplastos blancos y representan el papel del muerto que camina. Aunque le hice ver que me quitaba el hambre con sus detalles no logré mudarlo de tema.

Después volví a casa, con la mejor intención de trabajar en el taller. Como no había dormido en toda la noche, se me cerraban los ojos y me tiré en la cama por unos minutos. Hasta las cuatro estuve soñando disparates con mi señora, que sufría por culpa del alemán en el Frenopático. Soñé tan claramente que, al despertar, no pude librarme de la preocupación, al extremo de que seguía viendo al alemán, de galerón y levita, y a mi señora con emplastos blancos en la cara. Me revolví en el ponchito, de un salto me levanté y dije en voz alta: «Tengo que verla. No hay Reger ni Campolongo en el mundo que me atajen». Quedé un poco alelado, temeroso de que las mujeres me oyeran. «Van a decir que estoy loco» pensé. «Qué importa».