23

A la noche varias veces pasó frente a mi puerta Adriana María en paños menores. De pronto no me contuve. Me levanté y la llamé, con un dedo sobre los labios, para indicarle que no hiciera ruido. Vino en el acto. Mirándola de tan cerca podía imaginar que era mi señora.

Le dije:

—¿Te pregunto una cosa?

Me dijo que sí. Cuando yo estaba por hablar, puso un dedo sobre los labios, para indicarme que no hiciera ruido, me tomó del brazo, me llevó hasta el centro del cuarto, fue en puntas de pie a cerrar la puerta, volvió y me miró de un modo que, sinceramente, me dio la seguridad de que nos entendíamos.

—La vieja —explicó— tiene oído de tísico. Decime lo que quieras. Anímate.

Me animé y le dije:

—¿Vos creés que si yo la visito, le hago mal a Diana? Como si hubiera perdido el oído, preguntó:

—¿A quién?

—A Diana. Es lo que me dijo un médico del Frenopático.

Habló con una vocecita despreocupada:

—¿Esta mañana fuiste al Frenopático? —Antes que yo abriera la boca, estaba gritándome sin inquietarse mayormente de que Ceferina la oyera—: ¿A mí qué me importa que le haga bien o mal? Yo siempre tecreí más hombre, pero te juro que ahora la comprendo a mi hermana y hasta la compadezco y de todo corazón la felicito si lo ha seguido al profesor de perros.

—¿Qué estás diciendo? —le pregunté—. Ahora mismo vas a explicarte.

Contestó:

—Sos terco, pero de hombre no tenés nada.

La furia por momentos la hacía aparecer descompuesta y hasta indecente, lo que me desagradaba, porque era tan igual a Diana. Me dijo que no me decía nada más, para que yo no me pasara la noche llorando en las polleras de la vieja.

Desde luego pasé la noche cavilando, revolviéndome en la cama. De repente grité: ¿Qué puede importarme ese arranque de furia contra mí, si Diana está encerrada en el Frenopático? No había terminado la frase, cuando me sobresaltó una duda. «¿O no está encerrada? ¿Qué sugirió Adriana María?». La nueva sospecha aclaraba tal vez mi conversación de la mañana con el doctor Campolongo. «Se mostró contrario a que yo la viera» me dije «por la simple razón de que Diana no estaba en la clínica. Para alejarme definitivamente inventó el disparate de que mis visitas le harían mal».

De noche el hombre piensa de manera extraña. Considera creíble todo lo que es amenaza y espanto, pero descarta sin dificultad los pensamientos que pueden calmarlo. Así yo encontré, durante horas, de lo más natural que los médicos, aunque Diana no hubiera pisado el Instituto, dijeran que la tenían internada. ¿Para qué? Para encubrir a un profesor de perros. El juramento hipocrático exige otra responsabilidad.

Soy tan loco y miserable que al llegar a la conclusión de que Diana estaba en el Instituto, por un momento me alegré.

Cuando ya me dormía, oí pasos en la granza del jardín. Me quedé quieto, para oír mejor. Como el de afuera tampoco se movió, hubo un silencio perfecto. «El que se canse primero, se va a mover» pensé. Debió de cansarse el de afuera, porque de nuevo oí los pasos. Corrí a la cómoda, abrí un cajón y, con el apuro, no encontré el Eibar. Es un revólver de mango nacarado, que me dejó el finado mi padre. En cambio encontré la linterna. Corrí a la ventana, la abrí y apenas tuve tiempo de alumbrar a un hombre que pasó por encima de la verja y desapareció. Hubiera jurado que era el peón de la escuela de perros, pero me dije que un hombre de trabajo, por la noche, no se convierte en asaltante.