A la tarde me refugié en el taller, donde me sobraba el trabajo, porque en esos días me trajeron una enormidad de relojes. Con la plata ganada yo le hubiera brindado a Diana la vida de lujo que ella no se cansaba de reclamar, pero el miserable dinero entraba cuando mi señora no podía aprovecharlo.
Lo de siempre: bastó que me dispusiera a calentar el agua del mate, para que llamaran a la puerta. Apareció un señor de edad, escoltado por dos peones que traían, en una especie de camilla hecha de palos, el reloj de la fábrica Lorenzutti. Me explicó el señor que él era el capataz, que el reloj no andaba desde hacía años y que ahora lo quería, en perfecto funcionamiento, para una fiesta que daban el domingo. Le dije que lo llevara a otro relojero, que a mí francamente me sobraba el trabajo (lo que una vez dicho me pareció una soberbia de las que pueden traer mala suerte). El capataz no cedió un punto y me preguntó de un modo que me resultó desagradable:
—¿Cuánto me pide por el reloj para el sábado?
—No se lo tomo por cincuenta mil pesos —le dije, para darle a entender que lo rechazaba de plano.
—Trato hecho —contestó.
Antes que yo protestara, se había ido con los peones.
No me quedó otro remedio que pasar a la mesa de al lado el trabajo que tenía sobre la mesa de compostura y desarmar él reloj de la fábrica. En una amarga corazonada me pregunté si todo el dinero que porfiaba en llegar con esa abundancia no sería por último inútil. Una ansiedad prolongada lo aflige al hombre con supersticiones y cábulas.
Ya había puesto el agua a calentar, cuando llamaron de nuevo a la puerta. Recuerdo que me pregunté si ahora me traerían el Reloj de los Ingleses. Era Martincito, que venía con un libro.
—Regalo de abuelo, porque saqué buenas notas. Quiero que lo leas.
—Tengo que desarmar este reloj.
—¡Qué pedazo de reloj!
—El que está en la Torre de los Ingleses.
Martincito lo miraba deslumbrado, mientras distraídamente paseaba las manos alrededor de los relojes de la otra mesa. Pensé que no tardaría en tocarlos.
—Cuidado con los relojes de los clientes —le previne.
Si le doy su merecido, aunque el chico se haya portado mal, Diana, cuando vuelve, no me perdona, porque lo quiere como si fuera su hijo. ¿Volvería Diana? Si estaba distraído, contaba con su regreso, pero si me ponía a pensar, no estaba seguro.
—A mí me parece que no es un libro para varones. Abuelo, que es el gran tacaño, a lo mejor ya se lo regaló a mamá y a tía Diana cuando eran chicas.
—¿Por qué decís que no es un libro para varones?
—Hay un príncipe transformado en animal. Si consigue que una chica lo quiera, vuelve a ser príncipe.
—No digas —le dije.
Me dijo que si no creía lo leyera. Le prometí hacerlo. Insistió:
—Empezá ahora.
Tuve que obedecer. Confieso que el libro me interesó bastante, porque el animal por último consigue que una señorita lo quiera y vuelva a ser príncipe.
—Me gusta.
—¿Por qué mentís? —preguntó.
—No miento. Te juro que yo también era una bestia hasta que la conocí a tu tía Diana.
Me tenía irritado, porque volvía a pasear los dedos entre los relojes. Yo sabía que pensaba en otra cosa pero, al descubrir cuál era, quedé sorprendido. Me dijo:
—Mamá es mala. No la quiere a tía Diana. Yo la quiero.
Por poco se me cae de las manos medio reloj de Lorenzutti.
—¿La querés a Diana? —le pregunté.
—Más que a nadie. ¿Quién no la va a querer?
—Yo también la quiero.
—Ya sé. Por eso vos y yo tenemos que ser amigos.
Decía la verdad Martincito. En aquel momento yo le hubiera ofrecido el Systeme Roskopf del boticario, para que jugara.
—Tenemos que ser amigos —le dije.
Miró para todos lados y me preguntó:
—¿Te animás a firmar un pacto con tu sangre?
—Es claro que sí.
—Tengo que decirte algo.
—Decilo.
—¿No le vas a contar a nadie en el mundo lo que te diga?
—A nadie en el mundo.
—¿Tampoco a mamá? —Tampoco.
—No le hagás caso a mamá, porque todo el tiempo quiere separarte de tía Diana.
—Nadie me va a separar de tu tía Diana.
—¿No le vas a hacer caso a mamá? Jurame. Yo juré.