Como tenía hambre, fui a la cocina, a buscar un pedazo de pan. Salí a la vereda, para estar solo, pero lo encontré al rengo Aldini, estacionado con el perro. No vaya a creer que me disgusté; las que tienen cansado son las dos mujeres. El sol reconfortaba.
—Dame un pedazo de pan —dijo Aldini.
Mascamos en perfecto silencio. Al rato no pude contenerme recorrí con lujo de detalles la conversación con el doctor Campolongo.
—El médico me dijo que mi visita podía hacerle mal a Diana. ¿Vos creés en ese disparate?
—He oído que la visita de los allegados hace mal a estos enfermos.
—Che, me parece que yo no soy un allegado —respondí con legítima suficiencia.
—Yo que vos no le daría pie a Rivaroli para que se meta.
—Y a Reger ¿lo llamo por teléfono?
—Más pan —dijo Aldini y extendió la mano.
Comió pensativamente. Insistí:
—¿Lo llamo?
—No —dijo—. Yo me aguantaría.
—Muy fácil, aguantarte. No es Elvira la que está encerrada.
—Te doy la razón —concedió— pero no te conviene llamar a Reger.
—¿Por qué?
—Porque si lo llamás, el juego está sobre la mesa y a lo mejor tenés que actuar.
—¿Cómo?
—Ahí está lo que no sabemos. Por eso, mejor no llamarlo.
—Tengo ganas de llamarlo.
—Si no conseguís que te atienda o si te dice redondamente que no, te ves en la triste necesidad de recurrir al abogado, para que no te lleven por delante los médicos.
—¿Vos creés que si no hago nada la protejo a Diana?
—Claro. Si no llamás, no saben qué estás preparando y se apuran a devolverla, para ponerse a cubierto.
Aldini siempre descolló por la inteligencia.
A gritos las mujeres me dijeron que se enfriaba el almuerzo.