20

Cuando llegué, Adriana María andaba ocupada en la limpieza, Martincito no había vuelto de la escuela ni Ceferina del mercado. Entré en mi cuarto, me envolví en el poncho azul y negro que Ceferina me regaló para el casamiento y me tiré en la cama. La temperatura estaba en franco descenso o tal vez el disgusto en el Frenopático me había destemplado.

Al rato, sin golpear la puerta, entró Adriana María. Me sorprendió, porque ahora estaba de entre casa, realmente en paños menores, lo que en una mañana como esa resultaba incomprensible.

—¿No te vas a resfriar, che? —le pregunté.

—La casa está caliente y ¿qué querés?, todavía tengo la sangre joven.

—Qué va a estar caliente —repliqué—. Andar ventilándote no tiene sentido.

Adriana María resopló, se dejó caer en una silla, entre la cama y la ventana, y me miraba con expresión de curiosidad.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—Nada —le dije.

—¿Estás enfermo?

—¿Cómo se te ocurre? Estoy perfectamente.

—¿Te cansaste?

—Un poco. La que está con aire decaído, triste, si se quiere, sos vos —le dije—. ¿Te pasa algo?

—Estoy con cuidado porque el chico todavía no volvió de la escuela —dijo. Sonrió y me preguntó en un tono distinto—: ¿Soy una pesada? ¿Te aburro?

—Te aseguro que no.

La miré para que me creyera y me encontré con un cuadro de sofocación: tirada sobre la silla, con las piernas abiertas, descompuesta, despechugada, estaba tan rara que me asombró su voz, perfectamente normal, cuando me preguntó:

—¿Lo que ahora menos deseás en el mundo es una mujer?

—¿Por qué lo decís?

—Fijate que no te culpo. ¿Sabés una cosa? Yo también tengo sangre torera.

Me sentía mal, estaba tristísimo, pensaba en mi señora, que no vería hasta quién sabe cuándo y esta mujer, con esa facha, me decía disparates que no tenían la menor ilación.

Le aseguré:

—No tengo sangre torera.

Era inútil protestar. Adriana María me preguntó:

—¿No será mejor lo que tenés en casa?

Iba a decirle francamente que no entendía, cuando abrí los ojos, por curiosidad o por miedo. El espectáculo no era tranquilizador. Con la respiración entrecortada, agitándose de un lado para otro, mi cuñada me trajo a la memoria al Gaucho Asadurián, en el cuadrilátero del Luna Park, segundos antes de emprender el ataque. Al revolver la cabeza, como si le faltara el resuello, debió de sorprender algo a través de la ventana, porque se paró a toda velocidad. Yo me acurruqué instintivamente, pero Adriana María ya estaba fuera del cuarto y me gritaba por lo bajo:

—¡Martincito! ¡Martincito!

Usted se reirá si le cuento que en el silencio de la pieza oí el golpeteo de mi corazón. Por último atiné a consultar el Cronómetro Escasany. El chico había regresado de la escuela con una puntualidad encomiable. Toda esa alharaca del cuidado porque no venía resultaba, pues, injustificada.

No tuve tiempo de acomodar la mente a mis preocupaciones, porque otra visita apareció en el cuarto, nada más que para mortificarme. Era el chiquilín. Como su madre, antes de entrar, no pidió permiso. Todos los Irala se parecen, pero Diana es la reina de la familia.

El chiquilín se plantó en medio de la pieza, de brazos cruzados, tenso, furibundo, extraordinariamente quieto. Parado así, con su delantal, que le queda largo, porque la madre prevé un tirón de crecimiento que no se produce, me recordaba no sé qué lámina de un general en el destierro, mirando el mar. Martincito me miraba a mí, con aire severo, casi amenazador y desde arriba, lo que le costaba trabajo, porque si no me equivoco, él parado y yo en la cama, somos de la misma altura. Como si no se contuviera, daba un pasito de vez en cuando y trastabillaba en el apuro de retomar la rigidez. Creo que producía una especie de zumbido. Empecé a cansarme de tenerlo a mi vista y paciencia, de modo que le dije:

—Che, parecés una estatua.

En realidad parecía un monito rabioso, cuando se arrimó a la cama, como si quisiera atacarme, y de un rápido manotón me arrancó el poncho, que aleteó en el aire como un pajarraco azul y al caer me envolvió de oscuridad. No sabe lo que luché para desenredarme. Cuando por fin saqué la cabeza, lo encontré a Martincito completamente cambiado, nada amenazador, más bien hundido de hombros. Abría la boca y me miraba con desconcierto.

—Ya me tiene cansado tu pantomima —le dije.

Salté de la cama, lo tomé de un brazo y lo puse afuera. No bien lo solté, se volvió para mirarme con la boca abierta.

Por si acaso yo también me miré, porque recordaba pesadillas en que uno se cree vestido y de pronto se encuentra desnudo. Yo estaba despierto, con el traje arrugado pero decente.