Si le cuento que a la otra mañana Ceferina me trató con notable consideración a lo mejor no me cree. Sin embargo le digo la pura verdad. Por algo repite don Martín que el humor de la mujer es tan variable como el clima de Buenos Aires.
Estábamos mateando cuando le dije a Ceferina:
—Si viene algún cliente, hasta la tarde no estoy en el taller.
Ceferina comentó con mi cuñada:
—Como lo oíste: ahora se pasa la mañana afuera.
Hacía de cuenta que yo no estaba ahí, pero usted no vaya a suponer que habló con desprecio. A la legua se le notaba el tonito de admiración y desconcierto. Juraría, además, que las dos mujeres no estaban tan enemistadas como de costumbre. ¿Quién las entiende?
—¿Dónde vas? —preguntó Adriana María.
—Vuelvo a almorzar —contesté.
Se miraron. Casi les tuve lástima.
Como el tiempo había cambiado, caminé con ganas, de modo que llegué bastante pronto a las inmediaciones del Instituto Frenopático. Le confieso que me recosté contra la verja de la Clínica de Animales Pequeños, porque a la vista del Instituto el coraje empezó a flaquear; yo no temía por mí. Desconfiaba de mi habilidad para argumentar y para convencer y me preguntaba si con la visita al director no empeoraría la situación de Diana; si todavía la pobre no pagaría mis torpezas y desplantes.
Es claro que al temer por Diana, temía por mí, porque no puedo vivir sin ella. Creo que la misma Diana me dijo una vez que todo amor, y sobre todo el mío, es egoísta. Por otra parte, si yo no le hablaba a Samaniego, me exponía a que el día de mañana Diana me reprochara: «No sacaste la cara por mí».
Como pude, templé el ánimo, crucé la Baigorria y llamé a la puerta del Instituto. Un enfermero me hizo pasar al despacho del doctor Reger Samaniego, donde, después de esperar un rato, me recibió personalmente su ayudante, el doctor Campolongo. Se trata de un individuo de cara afeitada, muy pálida y redonda, tan peinado que usted supone que echó mano a compás y regla para distribuir los pelos.
Primer detalle que no me gustó: en cuanto me tuvo ahí, cerró la puerta con llave. Había otra puerta que daba adentro.
Le podría inventariar ese despacho que mientras viva no olvidaré. A la derecha descubrí uno de esos relojes de pie, de madera oscura, marca T Dereme, que si usted les brinda la atención que merece toda máquina son, por lo general, puntuales. El del Instituto estaba parado a la una y trece, desde quién sabe cuándo. A la izquierda había un fichero metálico y una pileta de lavar, con su repisa, donde divisé varias jeringas para inyecciones. En el centro estaba el escritorio, con un recetario, algunos libros, un teléfono, un timbre en forma de tortuga con el caparazón de bronce. El escritorio era un mueble de madera negra, muy labrada, con una guarda de cabecitas con expresión y todo, un trabajo de mérito, pero que me repelía un poco, porque debía de traer mala suerte. Había también sillones, con el respaldo y el asiento en cuero repujado, muy oscuro y con las mismas cabecitas de la mala suerte. En la pared del fondo, entre diplomas, había un cuadro con personajes trajeados con túnica y casco.
Me dijo Campolongo:
—Va a tener que perdonar al doctor Regel Samaniego. No puede atenderlo. Está en el quinto.
—¿En el quinto?
—Sí, en el quinto piso. En cirugía.
—No sabía —le contesté, para ocultar mi contrariedad— que ustedes hicieran operaciones.
—La cirugía —me explicó satisfecho— hoy por hoy enriquece el arsenal de la terapéutica psiquiátrica de avanzada. ¿En qué puedo serle útil, señor Bordenave?
—Venía por noticias de mi señora.
Campolongo abrió un cajón y se puso a revisar fichas, lo que le llevó un tiempo que me pareció interminable. Por fin, dijo:
—Las noticias, grosso modo, son buenas. Yo diría que su señora responde favorablemente al tratamiento.
Para no precipitarme, porque el próximo paso era decisivo, le hice una pregunta de relleno:
—¿Qué significa ese cuadro?
—Un motivo romano. El doctor Reger Samaniego se lo explicará. Creo que es un rey con su mujer.
Armándome de coraje, aproveché la coincidencia y pregunté:
—¿Usted cree, doctor, que yo podría ver a la mía?
Sin apresurarse, Campolongo guardó las fichas, cerró el cajón y me dijo:
—En este caso particular, la visita de cualquier persona allegada a la enferma me parece poco recomendable. Desde luego, no excluyo la posibilidad de que el doctor Reger Samaniego opine de otro modo y acceda, estimado señor Bordenave, a su amable pedido.
—Si le parece lo espero al doctor.
—Mucho me temo que no pueda verlo.
En resumen, con su aire amistoso, había dicho que no primero y enseguida, para engañarme, que tal vez y por último que no. Cuando uno se ha hecho la ilusión de ver a una persona que extraña, si le dicen que no la verá, la congoja es muy grande.> Sobreponiéndome a medias, le pregunté:
—¿Se halla usted en condiciones de adelantarme una fecha aproximada de la vuelta a casa de mi señora? .
Campolongo me aseguró:
—Al respecto no puedo contestar, ya que todo dependerá, y usted lo entiende perfectamente, de cómo la enferma responde al tratamiento.
—¿Debo resignarme —le pregunté— a volver a casa con las manos vacías?
Con un aire de cortesía extrema, Campolongo sonrió y se inclinó.
—Correcto —dijo.
A lo mejor pensaba que yo estaba muy conforme.
—Lo que sucede —le previne— es que no me voy a resignar.
Me miró sorprendido.
—Tendrá que hablar con el doctor Reger Samaniego.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Cuando el doctor lo reciba.
—Mientras tanto queda mi señora encerrada y yo no la veo.
—No se ponga nervioso.
—¿Cómo no me voy a poner nervioso? Yo creí que mi señora no estaba presa.
—Está enferma.
—Yo no sabía que el sanatorio fuera una cárcel.
—No se ponga nervioso.
—Si me pongo nervioso ¿me mete adentro?
Pensé: «Por lo menos la tendré más cerca a Diana».
Campolongo se levantó del sillón, rodeó el escritorio suavemente, como si yo durmiera y él no quisiera despertarme y se arrimó a la pileta de lavar. Mientras tanto repetía de manera mecánica:
—No se ponga nervioso.
Hablaba como quien trata de serenar y entretener a un chico enfermo o a un perro.
—Si me pongo nervioso, ¿me aplica una inyección? ¿Un calmante? Pobre de usted. Le clausuro el local.
Campolongo se detuvo a mirarme. Sospecho que mis palabras lo enojaron, por el modo en que dijo:
—No amenace.
—¿Y usted qué se ha creído? ¿Que me va a decir lo que tengo que hacer y lo que no tengo que hacer? Vaya sabiendo que mi abogado está perfectamente al tanto sobre esta visita. Si no llamo al mediodía, actúa.
—¿Un abogado? ¿Quién es?
—A su debido tiempo sabrá quién es.
—No se ponga así.
—¿Cómo quiere que me ponga?
—Le sugiero que fije una entrevista, para hoy o mañana, con el doctor Reger Samaniego. A lo mejor lo deja ver a la enferma.
Porque ya no esperaba nada, tomé esas palabras conciliadoras, como la rendición incondicional. Para estar seguro pregunté:
—¿Me habla sinceramente?
—¿Cómo no voy a hablar sinceramente?
—¿Usted cree que Samaniego me dará permiso?
A mí mismo la pregunta me pareció bastante servil. Campolongo recuperó el tono de superioridad.
—Mi buen señor —dijo— eso ya lo veremos. Yo le expuse mi opinión de profesional probo. Si el doctor Reger Samaniego resuelve otra cosa, no soy yo quien va a oponerse. ¡El doctor sabe lo que hace!
—Por mi parte le aconsejo que arreglen el reloj —señalé el T. Dereme—. Un reloj que no camina causa mala impresión. Uno piensa: Aquí todo marcha igual.
¿Qué gano con decir impertinencias que la gente no entiende? Campolongo me escuchó impávido, quizá furioso, pero ya se había dado el gusto de negármela a Diana y de llamarme, encima, su buen señor. Retomé el camino de casa con el ánimo por el suelo.