No es por agrandar las cosas, pero le aseguro que en una situación como la mía, sin un confidente que me escuche y me aconseje, la soledad se vuelve ingrata. Dígame a quién podía yo recurrir para desahogarme. Por motivos incomprensibles, mi cuñada había tomado entre ojos a Diana. Ceferina, para qué engañarse, nunca la quiso. El chiquilín era un chiquilín. Mi suegro —el pobre no estaba menos contrariado que yo— me echaba la culpa de la internación y me aborrecía. Recuerdo que reflexioné: «Si por lo menos tuviera un perro, como el rengo Aldini, podría conversar de mis penas y consolarme. A lo mejor si le hacía caso a Diana, cuando clamaba por comprar uno, hubiera evitado desgracias».
No bien salí a la noche lamenté el arranque de rabia y me pregunté qué haría con mi persona. Menos mal que en medio de tanta desventura no había perdido enteramente la disposición para comer, porque acodado en una mesa, en cualquier fonda, uno pasa el rato más entretenido que dando vueltas por la calle.
Quizá porque había pensado en Aldini, lo encontré en La Curva. Yo no veía otra explicación. Alguna vez Diana me hizo notar que el hecho es bastante común.
—¿Vos aquí? —pregunté.
Aldini estaba solo, frente a un vaso de vino.
—Tengo a la señora enferma —contestó.
—Yo también.
—Después dicen que no hay casualidades. Elvira, si me quedo en casa, no entra en razón y me prepara la cena. Para que no haga desarreglos le mentí.
—No digas.
—Le inventé que los amigos me invitaron a cenar. No me gusta mentirle.
Yo le dije:
—Te invito, así no le has mentido.
—Cenamos juntos. No tenés por qué invitar.
Traté de explicarle que si no lo invitaba habría mentido a la señora, pero me enredé en la argumentación. Pedimos guiso.
—Nunca pensé que te encontraría en La Curva —aseguré sinceramente.
—Después dicen que no hay casualidades —contestó.
—¿Casualidades? —pregunté—. ¿Qué tienen que ver las casualidades?
—Los dos en La Curva. Los dos con la señora enferma.
Reconocí:
—Tenés razón.
Es inteligente Aldini. Repitió varias veces:
—Los dos con la señora enferma.
—Uno anda desorientado —observé.
Como tardaban con el guiso, vacié la panera. A la altura de mi nuca alguien habló:
—No le hagan caso al hipocritón éste —me volví; era el Gordo Picardo, que me apuntaba con el dedo y que decía—: De contrabando metió en la casa a la cuñada, que es el vivo retrato de la señora.
Guiñó el ojo (como Ceferina, un rato antes), no esperó a que lo invitáramos, tomó asiento, pidió una porción de guiso y con aire de gran personaje dio sus dos o tres pitadas al cigarrillo medio aplastado que Aldini había dejado en el cenicero.
Desde los billares avanzó a nuestra mesa un señor rubio, cabezón, de estatura por debajo de la normal, fornido en su traje ajustado. Entiendo que estaba peinado con gomina y parecía muy limpio y hasta lustroso. A la legua usted notaba que era de los que se manicuran en las grandes peluquerías del centro. Con apuro el Gordo Picardo lo presentó:
—El doctor.
—El doctor Jorge Rivaroli —aclaró el individuo—. Si no es inoportuno los acompaño.
Picardo le arrimó una silla. Como si nos faltara el tema hubo un largo silencio. Yo seguía comiendo pan.
—El tiempo se muestra variable —opinó el doctor.
—Lo peor es la humedad —respondió Aldini.
Picardo me dijo:
—Prometiste que ibas a interesarte, a lo mejor, en redoblonas.
—No juego —contesté.
—Bien hecho —aprobó el doctor—. Hay demasiada inseguridad en este mundo para que todavía agreguemos un juego de azar.
Picardo me miró ansiosamente.
—Vos prometiste —insistió.
Lo disuadió el doctor:
—No hay que aburrir a la gente, Picardito.
—¿Y para beber, señores? —preguntó el patrón, don Pepino en persona, que se largó a nuestra mesa en cuanto vio a Rivaroli.
—Para todo el mundo Semillón —ordenó el doctor—. Tinto, se comprende.
Prefiero el vino blanco, pero no dije nada.
—Medio sifón de soda —agregó Aldini.
Aunque infeliz a más no poder, Picardo no deja de ser avieso.
—El señor tiene a la señora enferma —explicó, señalándome— pero que no se queje, porque metió en casa a la cuñada que es igualita.
—No es lo mismo —protesté.
Todos se rieron. Con la respuesta yo daba entrada a la discusión de mis intimidades, lo que me desagradaba profundamente.
Picardo comentó:
—Apuesto que en la oscuridad la confundís con tu señora. Por algo dicen que en boca de los locos se oye la verdad.
—A mí —observó pensativamente Aldini, y yo le agradecí que distrajera la atención hacia él— en la luz de la tarde me pasa una cosa bastante rara. Si la cuento se van a reír.
Por lealtad le aconsejé:
—No la cuentes.
—¿Por qué no la va a contar? —preguntó el doctor y sirvió una vuelta de Semillón—. Entiendo que estamos entre amigos.
Aldini confesó:
—Tal vez porque la vista se me nubla, cuando hay poca luz, veo a mi señora más linda, no sé cómo decirles, como si fuera joven. Una cosa bastante rara: en esos momentos creo que es como la veo, la muchacha que fue cuando joven y la quiero más.
—¿Y si te calzás los anteojos? —preguntó Picardo.
—Qué querés, aparecen detalles que más vale pasar por alto.
—No te reconozco —dije—. Generalmente no pecás de indiscreto.
—Bueno, che —protestó—, un día puedo estar medio alegre.
Hablando engoladamente apuntó el doctor:
—El señor es un enamorado de la belleza.
Picardo me señaló con el dedo.
—Ése también. Si no me cree, doctor, pregunte por el señor y la cuñada que tiene. Mandan fuerza.
—No molestes, Picardito —amonestó el doctor.
—Yo no hincho —protestó Picardo—. ¿A que no sabe, doctor, qué le pasa al pobre sujeto? En contubernio con un alemán que enseña a los perros metió a la señora en el loquero y ahora está arrepentido.
El doctor me pidió sinceramente:
—Tómelo como de quien viene. Usted sabe, además, que Picardito no es malintencionado.
—Mire —le contesté—, no hago caso, porque lo conozco a Picardo; pero de que es malintencionado no le quepa duda.
—La mala entraña le sale del alma —me apoyó el mozo, mientras ofrecía otra vuelta de guiso.
Picardo insistió:
—Ahora anda como alma en pena, porque se arrepintió y quiere sacarla del loquero.
¿Cómo se habrá enterado? Mi eterna prédica: en el pasaje toda noticia de algún modo se filtra.
—Perdone que me inmiscuya —dijo Rivaroli— ¿Puedo preguntar algo?
Francamente, yo no quería que el individuo se mezclara en mis asuntos. Por no encontrar la manera de decir que no, dije que sí.
—Nadie mejor para darte una mano, si realmente querés sacar a la señora —observó Picardo.
Yo debía de estar bastante nervioso, porque fue una enormidad lo que esa noche comí de guiso y de pan, sin contar que me pasé con el Semillón.
—Motivaciones de ética profesional me inducen a someterle una pregunta —aclaró el doctor—. ¿Usted recuerda si ha extendido la autorización pertinente?
—¿Pertinente?
—Para la internación de su cónyuge.
—Yo no firmé nada —contesté.
—Se portó —me dijo—. Nunca se firma nada. ¿Sabe si la señora dio su autorización por escrito?
—No, eso no sé.
—Si no la dio, tenemos el punto de apoyo y actuamos. Trajeron la cuenta.
—Yo pago —dijo el doctor.
—No, yo pago —repliqué— lo de Aldini y lo mío. Con entusiasmo comentó Picardo:
—Ya verás cómo el doctor los hace bailar en la cuerda floja. No aclaró a quiénes.
—Estoy a su entera disposición —me aseguró el doctor mientras salíamos—. En el momento competente me lo despacha a Picardito, para que me avise. Le garanto que le salgo más barato que la internación con la ventaja de tener a la señora en casa.
Como había empezado a lloviznar, el doctor se ofreció para llevarnos en el coche. Aldini y yo no le permitimos que se moleste porque después de tanta sociabilidad estar a solas entre amigos es verdadero descanso. Nos encaminamos al pasaje. La llovizna se convertía en aguacero, la renguera de Aldini demoraba la marcha, la ropa se empapaba y llegué a preguntarme si más no hubiera valido aceptar la invitación de Rivaroli. Debajo de una cornisa esperamos que pasara el chubasco. Aldini, de pronto, me dijo:
—No te metas con abogados. Te van a sacar hasta las plumas.
—Hay que ser justo —contesté—. En un punto le doy la razón a Picardo. Si quiero que me la devuelvan a Diana, no debo poner dificultades.
—Me pregunto si la conversación de esta noche no te compromete. Es una pregunta.
—No le dije que sí.
—Ni que no. A un bicho como ése, mejor no tenerlo como enemigo. Tampoco a los del loquero.
—Bueno, che, hay que elegir. Si quiero sacarla, con alguien voy a quedar mal.
—¿Vos creés que tu señora le habrá dado la autorización al alemán?
—¿Por qué iba a dársela?
—No sé. Pregunto.
—Preguntás por algo.
La lluvia paró un poco, así que seguimos la marcha, Aldiniresuelto a caminar despacio, yo tirándolo de un brazo, lo que era increíblemente cansador. Cuando cruzamos la calle, el rengo se negó a saltar el agua, o no pudo, y se mojó hasta las pantorrillas. Observó reflexivo:
—Si después resulta que la firmó, quién sabe las complicaciones en que te mete el abogado.
—¿Vos creés?
—Calumnia o lo que sea —tras un silencio, agregó—: No me gustaría tener de enemigos a los del loquero.
Habíamos llegado al pasaje. Las cavilaciones de Aldini me habían aburrido.
—Y, che, con alguien voy a quedar mal —comenté—. Ahora me voy a la cucha, porque me caigo de sueño.
—Feliz de vos. Yo todavía tengo que pasear a Malandrín, amén del tecito que habrá que prepararle a Elvira.
En casa todo el mundo estaba con la luz apagada. Por culpa del guiso pasé la noche soñando pesadillas y disparates.