17

Por una hora larga me refugié de nuevo en los relojes. Cuando volví a la casa, Adriana María mostraba a Ceferina el árbol genealógico de los Irala. Se lo había preparado, a precio de oro, el mismo pelafustán de la Rural, que les contó que descendían de un Irala, del tiempo de la colonia. Como dice Aldini, solamente a mí pudo tocarme una familia tan enteramente distinta de cuanto se ve en esta época. Miré por encima del hombro de mi cuñada y al descubrir en uno de los últimos retoños el nombre Diana —figuro a su lado, unido por un guión— me conmoví. Pobre, está lucida, con un flojo como éste. De pronto levanté la vista y vi que Ceferina se reía. Probablemente se reía de la vanidad de mi cuñada, aunque tal vez me sorprendió cuando yo me pasaba la mano por los ojos. Para sorprender las ridiculeces ajenas la vieja es como luz.

Un hecho parecía evidente: en mis tribulaciones más me valía no pedir comprensión a las mujeres que tengo cerca. Ceferina tomó un aire de suficiencia, de preguntar «¿No te lo decía?». A mí me gustaría saber qué me echaba en cara la vieja. Yo no me casé con mi cuñada, sino con mi señora. Usted me dirá: «Es bien sabido, uno supone que se casa con una mujer y se casa con una familia». Le aclaro que si fuera necesario yo me casaría de nuevo con Diana, aunque debiera llevar a babuchas a Adriana María, a don Martín y a Martincito. Por cierto, en aquellos días lamenté de veras que la cuñada fuera tan igual a mi señora.

A cada rato la confundía, lo que me sobresaltaba con la ilusión de tenerla de regreso a Diana. Me decía: «Voy a poner mi voluntad en que no me engañe otra vez». Créame, en mi situación, no conviene una persona parecida en la casa, porque todo el tiempo le recuerda a usted la ausencia de la verdadera.

A lo mejor ya le conté que soy un poco maniático; no aguanto, por ejemplo, el olor a comida en la ropa ni en el pelo. Diana siempre me embroma, me dice que tal vez no me interesen los antepasados, pero que tengo delicadezas de niño bien. Vaya uno a saber qué guisaba esa tarde Ceferina; lo cierto es que usted hacía de cuenta que tomaba su baño turco en el vapor del ajo. Debí de quejarme, porque Adriana María me preguntó:

—¿Te molesta el olorcito? ¡A mí me da un hambre! Si querés, venite a mi pieza.

Antes de salir miré para atrás. Ceferina me guiñaba un ojo, aunque sabe perfectamente que a mí no me gusta que la gente piense disparates. La contrariedad se me habrá visto en la cara, porque Adriana María me preguntó con la mayor preocupación:

—¿Qué le sucede al pobrecito? —Apoyó las manos en mis hombros, me miró fijamente, sin titubear cerró la puerta de una patada e insistió con una voz muy cariñosa—. ¿Qué le sucede?

Yo quería librarme de sus brazos y salir de la pieza, porque no sabía qué decirle. No podía mencionar el guiño de Ceferina sin reavivar el encono entre las dos mujeres y a lo mejor sin dar a entender que desaprobaba, como una falta de tino, el hecho tan inocente de cerrar la puerta. De modo que no alegué el motivo del momento, sino el de toda hora. Obré así en la inteligencia de asegurarme la simpatía de mi cuñada.

—Me pregunto si no es una barbaridad —murmuré.

Debí de estar pálido, porque se puso a fregarme como si tratara de excitar, en todo mi cuerpo, la circulación de la sangre.

—¿Dónde está la barbaridad? —exclamó, de lo más contenta.

—¿Vos creés que fue indispensable?

—¿Que fue indispensable qué?

Pronunció por separado cada palabra. Parecía una boba.

—Encerrarla en el Frenopático —aclaré.

No entiendo a las mujeres. Sin causa aparente, Adriana María pasó de la animación al cansancio. Un doctor que la veía a mi señora me dijo que eso ocurre cuando baja de golpe la presión de la sangre. Ahora mi cuñada parecía postrada, aburrida, sin ánimo para hablar ni para vivir. Yo estaba por aconsejarle que se vigilara la presión, cuando murmuró, tras visible esfuerzo:

—Es por su bien.

—No estoy seguro —contesté—. Quién sabe lo que sufre la pobrecita, mientras nosotros hacemos lo que se nos da la gana.

Rió de un modo extraño y preguntó:

—¿Lo que se nos da la gana?

—Una internación, che, te la regalo.

—Ya pasará.

—No hay que llamarse a engaño —insistí—. La pobrecita está en un manicomio.

En un tono que me cayó bastante mal, replicó:

—Dale con la pobrecita. Otras no tienen la suerte de que les paguen un manicomio de lujo.

—Un manicomio es un manicomio —protesté.

Me contestó:

—El lujo es el lujo.

Yo había concebido la esperanza de entenderme con ella, de que fuera una verdadera hermana en mi desolación, pero usted ve las enormidades que decía. Me reservaba, todavía, una sorpresa. Cuando un reloj de cuco empezó a dar las ocho, se retorció como si algo la sacara de quicio y gritó destempladamente:

—No vuelvas a cargosear con esa mujer.

Como lo oye: a su propia hermana la llamó esa mujer.

Sin contestar palabra salí del cuarto. Adriana María debía de estar furiosa, porque levantó la voz muy claramente masculló «podrida», «hasta cuándo», «qué le verá». No me di por enterado y me alejé.

En el corredor tropecé con Ceferina, que inmediatamente me preguntó:

—¿Así que no le hiciste el gusto?

En un arranque de rabia respondí:

—Esta noche no ceno en casa.