Me volqué en los relojes empujado por una comezón misteriosa, a lo mejor por la esperanza de que el trabajo me tapara los pensamientos. Cuando faltaba poco para la cena, calculé que si mantenía el ritmo de actividad, para el fin de semana estarían listas las composturas prometidas para fin de mes.
Le tocó el turno al Systeme Roskopf del farmacéutico. Hablemos de lo que hablemos, don Francisco suelta siempre, como si respondiera a un mecanismo de relojería, sentencias del tipo: «Es mi crédito» o «Ya no se fabrican máquinas como éstas» o, si no, la que para él resume todas las ponderaciones: «Lo heredé del finado mi padre». Mientras desarmaba el reloj, yo pensaba: «Para no contrariar a Standle, permití que la encerraran en el Frenopático. Por algo dice Diana que los maridos, en el afán de quedar bien con el primer llegado, sacrifican a la mujer». No me pregunte qué le pasaba al Systeme Roskopf: trabajé en esa máquina con la mente muy lejos.
Al rato mis pensamientos y los mismos relojes se me volvieron insufribles. Creo que nuevamente le di la razón a Diana y aun sentí un rechazo por el oficio de relojero. ¿Por qué mirar de cerca detalles tan chicos? Me levanté del banco, anduve por el cuarto como un animal enjaulado, hasta que los carillones empezaron a sonar. Entonces apagué la luz y me fui.
Entré en el comedor, que estaba en la penumbra, con el televisor encendido. Créame, por un instante casi no aguanto la felicidad: de espaldas, frente a la pantalla ¿a quién veo? Usted acertó: a Diana. Yo corrí a abrazarla, cuando debió de oírme, o adivinó mi presencia, porque se volvió. Era Adriana María. Debo reconocer que se parece a mi señora; en morena, como le dije, y con notables diferencias de carácter. Al ver que no era Diana sentí contra la mujer tanto despecho que sin proponérmelo comenté a media voz: «No cualquiera toma su lugar». Tranquilamente Adriana María me dio la espalda y siguió mirando la televisión. Entonces pasó algo muy extraño. El despecho desapareció y me invadió de nuevo el bienestar. Ni uno mismo se entiende. Sabía que esa mujer no era mi señora, pero mientras no le viera la cara, me dejaba engañar por las apariencias. Probablemente usted pueda sacar de todo esto consecuencias bastante amargas acerca de lo que Diana es para mí. ¿No es más que su cabello, o menos todavía, la onda de su cabello sobre los hombros, y la forma del cuerpo y la manera de sentarse? Quisiera asegurarle que no es así, pero da trabajo poner en palabras un pensamiento confuso.
Usted dirá que Diana tiene razón, que la relojería es mi segunda naturaleza, que propendo a mirar de cerca los pormenores. Creo, sin embargo que la escena anterior, insignificante si la recuerdo por separado, junto al resto de los sucesos que le refiero, adquiere sentido y sirve para entenderlos.