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Cuando volví a casa ya estaba Adriana María. Quiero decir que estaba para quedarse, con chiquilín y todo. A diferencia de mi suegro, se mostró afectuosa y me felicitó por la actitud «valiente y oportuna». Explicó:

—Mi papá fue siempre el enemigo del manicomio. Cuando falleció mami, juró que ya no había en el mundo un poder capaz de internar a Diana. Mi papá no sospechaba que el maridito era ese poder.

Creo que sonreí satisfecho, pues cualquier aprobación retempla a quien no las oye seguido, pero cambié de ánimo al entender que me felicitaban nada menos que por la internación de la pobre Diana. Protesté como pude.

—Lo que sucede —dijo Adriana María, en el tonito de quien da una explicación completa— es que no sabés cuántas lágrimas he derramado por culpa de ese capricho de mi papá.

—¿Un capricho de tu papá?

—Sí, como oís. La quiere ciegamente a Diana.

Repliqué:

—Diana no tiene la culpa de que la quieran.

—De acuerdo. Sos muy justo. Pero vos también estarás de acuerdo en que yo conozco a mi familia. Estoy ¿cómo te diré?, familiarizada con ella. La miré sorprendido y pensé: «No acabo de entender. Cuando estoy más atribulado por la señora, descubro que la cuñada tiene gracia».

Me despertó de estas divagaciones una frasecita de Adriana María que oí con notable nitidez:

—Yo me parezco a mami y Diana es el vivo retrato del viejo.

Con una furia que ni un psicoanalista podrá explicarme, en el acto respondí:

—En la familia se parecen todos, pero yo quiero a Diana.

—Desde chiquita —dijo— mi vida fue una lucha. Mientras las compañeras jugaban con muñecas, yo derramaba lágrimas y luchaba. Siempre luché.

—Qué triste.

—¿De veras te parece triste? —preguntó con ansiedad—. Viuda, joven, libre, me comporto de un modo que más de una casada se quisiera. ¿Alguna vez te detuviste a pensar en lo que es mi vida?

Le contesté sinceramente:

—Nunca.

—Mi vida es el vacío enorme que dejó Rodolfo, mi esposo, al fallecer. Te juro por mami que nadie lo llenó hasta ahora.

Me sentí incómodo. A lo mejor comprendí, sin necesidad de pensar mucho, que Adriana María era una persona de afuera, dispuesta a entrometerse donde no lo llamaban y que reclamaría toda suerte de atenciones, en momentos en que yo no pedía sino comprensión y calma. Disimulé como pude la contrariedad y en busca de un pecho fraterno, como dice el tango, me largué a la pieza de Ceferina, en el fondo. En la misma puerta se produjo el encontronazo, que no fue duro, porque Ceferina iba cargada de almohadas y de mantas, pero que me desconcertó.

Las personas que nos quieren tienen derecho a odiarnos de vez en cuando. Como si llevarme por delante la hubiera alegrado, comentó:

—No ganamos gran cosa ¿no te parece?

Aunque sabía que lo prudente era callar, pregunté:

—¿Qué te hace decir eso?

—En esta casa me tuvieron siempre para hacer la cama a desvergonzadas.

La voz le silbaba con la rabia. Le dije:

—Me voy a mis relojes.

Al pasar frente al baño creo que vi en el espejo a Adriana María medio despechugada. Menos mal que no la sorprendió Ceferina, porque hubiéramos tenido tema para rato.