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Fíjese lo que son las cosas: el cereal me dio asidero para sobreponerme.

—Es feo, pero no tiene importancia. —Aparté la tacita—. Ninguna importancia.

—No entiendo —dijo con gravedad.

—Estoy pensando en algo muy distinto.

—Está pensando en la señora.

Entonces fui yo el asombrado. Le pregunté:

—¿Cómo lo sabe?

¿De puro astuto lo adivinaba o yo estaba tan perturbado que sin darme cuenta dejaba ver mis pensamientos? No aclaró nada con la contestación:

—Porque se arrepintió.

—No hay motivo para estar satisfecho —le previne—. Usted hizo un daño. El que hace un daño, lo deshace.

Se extendió en un discurso de tono razonable, pero que resultaba insolente y hasta ridículo cuando la voz, por lo general espesa y grave, se le aflautaba. Machacó, en resumen, sobre los riesgos de la enfermedad y las comodidades del Instituto.

—De oírlo se creería que usted la metió en un hotel de lujo. En un palace.

—No le envidia a un palace.

Añadió una palabra que sonó como eslós o algo así. El no entenderla me ayudó a enojarme.

—A mi señora, usted la saca —grité—. Usted la saca.

Hubo un silencio muy largo.

—Saca, saca —por fin replicó mientras me daba unos golpecitos con la punta del dedo índice, duro como un fierro, en la frente-Únicamente saco su idea de la cabeza.

Lo miré. Es enorme, un verdadero ropero vestido como una persona.

—Si mi señora, cuando vuelva, tiene quejas, lo hago responsable. Traté de parecer amenazador, pero la frase me salió conciliadora. Además, al decir «cuando vuelva», tuve miedo de hacerme ilusiones y quedé bastante desesperado.

—Si la saca —contestó— el responsable es usted. Yo no le hago esa mala jugada a la señora Diana. No me presto.

No sé por qué le tomé aun más rabia por la manera en que dijo presto. Discutimos un rato. Por último, como un chico a punto de llorar, le confié:

—A mí esta vez me da la impresión de que la perdí para siempre. Me aborrecí por mostrar tanta debilidad. Standle me aconsejó:

—Si insiste¿por qué no habla directamente con el doctor Reger Samaniego?

—No, no —dije, defendiéndome.

—Lo más atinado es que usted se vuelva a casita. Ahora.

Salí como sonámbulo. No había llegado a la tranquera de alambre, cuando un pensamiento me alarmó: «A lo mejor el hombre se confunde» me dije y razoné a toda velocidad. «No sabe que me gana en las conversaciones porque es más despabilado. A lo mejor cree que le tengo miedo. Si cree eso, mi señora queda sin la menor protección». Di media vuelta, volví a la casilla, entreabrí la puerta, me asomé. El profesor parecía de nuevo disgustado.

—Que mi señora no traiga quejas, porque usted y ese doctor la van a pasar mal. —Como abrió la boca y no contestó, le grité—: Si tiene algo que decir, hable.

—No, no —balbuceó—. No habrá queja.

De un trago se bebió ese café que era cereal y que ya estaría tibio. Cerré la puerta. Me fui como un triunfador, pero la satisfacción no duró mucho. Me dije: «Le doy la razón a la pobre Diana. Yo estoy miserablemente ocupado en mi amor propio. Quién sabe si con estas compadradas no demoro su libertad».