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La escuela de perros ocupa el terreno, espacioso pero irregular, donde estaba, cuando éramos chicos, el gallinero y quinta de Galache. El edificio, como lo llama el alemán, es la vieja casilla, sólo que ahora está más vieja, con la madera reseca —desde los tiempos de Galache no le habrán dado lo que se llama una mano de pintura—, con algún tablón podrido y desclavado. A mí siempre me admiró que la quinta produjera esos duraznos de tan buen aroma, porque todo el paraje estaba cubierto de olor a pollo. Hoy, ese olor es a perro.

No sé por qué me allegué con desconfianza. Usted dirá: «Miedo a los perros». Le aseguro que no. Era una fantasía, la imaginación de que al entrar de golpe yo iba a descubrir un secreto que me traería pesadumbre. Pensé: «Hay que jugar limpio». Le refiero el detalle porque demuestra cómo funcionaba mi mente; antes de saber nada, como si presintiera las pruebas a que me someterían, desvariaba un poco. Pensé: «Hay que jugar limpio» y me puse a golpear las manos. Al rato asomó el profesor. No pareció alegrarse de mi visita.

Cuando pasé al despacho me preguntó:

—¿Quiere café?

Iba a decirle que no, para plantear de una vez mi reclamo; pero me conozco, sé que nervioso no valgo nada, de modo que le dije que sí, para ganar tiempo y ver de serenarme. El alemán salió de la pieza.

Yo no soy de los que se vanaglorian de presentir acontecimientos, pero me pregunto por qué me mostré, desde el principio, tan alterado.

Es verdad que el hecho de entregar la señora, más o menos por traición, a un manicomio, basta para perturbar a cualquiera. Yo me decía: «Me asusto de lo que hice», pero le garanto que maliciaba que detrás de eso había algo todavía peor.

En el cuartito faltaba aire. De las paredes colgaban retratos de perros enmarcados como si fueran personas y una acuarela que representaba un barco de guerra, en cuya proa descifré la palabra Tirpitz. El escritorio del profesor, uno de esos muebles de tapa corrediza y ondulada, como hecha de persiana, estaba abarrotado de papelería amarillenta. La apartó un poco, para poner su tazón de café, una cuchara de sopa y una azucarera enlozada. En el suelo, junto a la silla giratoria, había una caja abierta de Bay Biscuits, azul, colorada y blanca. Era una caja grande de las que usted ve en los almacenes.

Ahora me figuro que yo miraba esas cosas como si estuvieran vivas. Me trajo el café en una tacita de porcelana.

—Usted disculpe —dijo—. Aquí no tengo dos tazas iguales y no hay cuchara. Además, quién sabe si le gusta el café.

Lo miré sorprendido.

—Porque no es café —explicó—. El café es malo, excitante. El cereal es bueno. ¿Quiere azúcar?