Acabábamos de sentarnos a la mesa, la vieja Ceferina muy animada y con el mejor apetito, yo con la garganta cerrada, que no dejaba pasar ni el agua, cuando sonó la campanilla del teléfono. Atendí como tiro, porque pensé que era Diana, que me llamaba para que fuera a buscarla. Era don Martín, mi suegro.
Cómo el pobre no oye bien, al principio entendió simplemente que su hija no estaba en casa. Cuando se compenetró de que la habíamos internado, le juro que tuve miedo por teléfono. Aparte de que mi suegro se enoja pronto y saca a relucir un genio que impone, para ese entonces la internación de Diana había asumido, incluso para mí, el carácter de una enormidad. Me dije que antes que don Martín se presentara en casa, yo la traería a Diana de un brazo.
—Me voy —anuncié.
—¿Sin comer? —preguntó Ceferina alarmada.
—Me voy ahora mismo.
—Si no comés, te vas a debilitar —protestó—. ¿Por qué dejás que el viejo ese te caliente la cabeza?
Me dio rabia y repliqué:
—¿Y vos por qué escuchás las conversaciones que no te importan?
—Entonces te calentó nomás la cabeza. ¿Te ordenó que fueras a buscar a su hijita? Menos mal que a la vuelta comerás a gusto, porque será ella la que te cocine.
Estas peleas con la vieja me desagradan. Sin contestar palabra, salí.
No había llegado a la esquina cuando se me cruzó el Gordo Picardo. Lo comprobé: cuando uno está más afligido se topa con un fantoche como Picardo y lo que a uno le sucede ya no parece real, sino un sueño. No por eso las cosas mejoran. Uno está igualmente atribulado, pero menos firme en la tierra.
—¿Adónde vas? —preguntó.
Al hablar, es notable lo que Picardo mueve la manzana de Adán.
—Tengo que hacer —dije.
Me espiaba con insistencia, disimulando apenas la curiosidad. Admira pensar que alguna vez lo consideramos una especie de matón, porque ahora no solamente es el más infeliz del barrio, sino también el más flaco.
—La vimos a tu señora esta mañana —dijo—. Salió tempranito.
—¿Qué hay con eso? —pregunté.
No sé por qué recuerdo un detalle del momento: sin querer, yo le veía, en la manzana de Adán, los pelos mal afeitados.
—¿Vas a buscarla? —preguntó.
—¿Cómo se te ocurre? —contesté sin pensar.
Me dijo:
—Tenés que probar la suerte en el juego.
—Dejame tranquilo.
—Paso quinielas y redoblonas. Porque supo que tenemos teléfono, me nombró su agente un doctor que a veces para en La Curva. Empiezo a trabajar la semana que viene. —Hizo una pausa y agregó con inesperado aplomo—: Me gustaría contarte entre mis clientes.
Estuve por decirle que ese trabajo no era para infelices, pero quería sacármelo de encima, así que le prometí:
—Voy a ser tu cliente si ahora te quedás acá.
Recuerdo en sus más ínfimos detalles el encuentro con Picardo. En realidad, todo lo que sucedió después de la horrible noche de mi cumpleaños, lo recuerdo como si pasara ante mis ojos. Un sueño se olvida; una pesadilla como ésta, no.