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A la mañana, cuando vino el profesor, Diana dormía o se hacía la dormida. Es verdad que a mí mismo —aunque no pegué un ojo en toda la noche— el individuo me sorprendió. Cómo habrá llegado de temprano, que todavía no había cantado el gallo de Aldini.

Mi desempeño, en la ocasión, dejó que desear, porque perdí la cabeza. Yo creo que los de antes eran más hombres. Mire qué bochorno: le pregunté a ese Juan de afuera:

—¿Qué hago?

Con su invariable placidez contestó:

—Dígale que estoy a buscarla.

Así lo hice y, usted viera, sin pedir explicación corrió la señora a lavarse y vestirse. Yo pensé que tendríamos para rato, porque en esos menesteres tardan las mujeres más de lo previsto. Me equivoqué: en contados minutos apareció, radiante en su belleza y con la valijita en la mano. Para mí que antes de acostarse ya había preparado las cosas.

Ahora doy en maliciar que tal vez el profesor la apalabró la víspera a la tarde, en la escuela. Vaya uno a saber qué embustes le dijo. Al verla tan engañada le tuve lástima y sentí odio por el profesor. En este último punto fui injusto, porque el mayor culpable era yo, que había prometido amparo a mi señora y me compliqué en la perfidia. Diana me besó y, como una criatura, mejor dicho como un perrito, siguió a Standle.

Ceferina dijo:

—La casa quedó vacía como si hubieran sacado los muebles.

La voz, que siempre le retumba en el paladar, entonces retumbó también en el cuarto. Quizá la vieja habló con mala intención, pero expresó lo que yo sentía.

Al rato empezó a molestar. Se mostró demasiado atenta y afectuosa, llevó el buen humor a notables extremos de vulgaridad y hasta canturreó el tango Victoria. Yo pensé con extrañeza en el hecho de que una persona que nos quiere pueda aumentar nuestro desconsuelo. Me fui al taller, a trabajar en los relojes.