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El profesor Standle se levantó, mientras yo me apuraba en pagar, para no quedar sentado, como un guarango, y creo que lo ayudé con el impermeable, lo que me resultó de lo más trabajoso, pues mide el animal, por lo bajo, dos metros. Cuesta creerlo, pero le repetí varias veces «Gracias», porque aún lo veía como un amigo y como un protector. Nada más que por la dificultad de encontrar las palabras, no le dije: «No sabe el peso que me ha sacado de encima».

Hasta que se fue me duró ese estado de ánimo. Después me sentí, no sé si me explico, sin apoyo, nada contento de la decisión que había tomado. Quién sabe si Standle no me había parecido un protector, porque no me dejaba abrir la boca para plantear mis dudas. Creo que tuve miedo, como si hubiera puesto en marcha una calamidad incalculable. Me entretuve dando vueltas por el barrio, para no llegar demasiado pronto, sobre todo para no presentarme en casa con la cara de pesadumbre y con esa rigidez en las mandíbulas, que no me dejaba aparentar buena disposición o por lo menos indiferencia. También quería recapacitar porque no sabía qué decirle a Diana.

De repente grité: «No puedo hacerle eso». No podía entrar en arreglos, a sus espaldas, con un desconocido, para internarla. Yo no me lo perdonaría; ella, créame, tampoco. Se me ocurrieron planes descabellados. Proponerle que esa misma noche nos fuéramos a pasar una semana en un recreo del Tigre (el tiempo no era aparente) o que nos largáramos a Mar del Plata o a Montevideo, a probar la suerte en el casino.

Claro que si Diana me preguntaba «¿Por qué no esperarnos a mañana por la mañana, por qué salimos en medio de la noche, como si nos escapáramos?» yo no tendría contestación.

No me acuerdo si le dije que mi señora es muy valiente. Desde ya que guardaba un mal recuerdo del sanatorio donde la encerraron de soltera y que la pobre contaba conmigo para que la defendiese de cualquier médico o practicante que asomara por casa, pero si hubiera sospechado que yo le proponía la fuga, aparte de llevarse una desilusión y despreciarme sin remedio, por nada me hubiera seguido, aunque supiera que a la mañana siguiente venían a buscarla. Lo que va de una persona a otra: hasta ese momento yo no me había parado a considerar la posibilidad de que alguien interpretara mis planes como un intento de fuga. Mi única preocupación había sido la de salvar a mi señora.

Es verdad que si me apura un poco le voy a reconocer que me comprometí a entregar a mi señora para no quedar mal en la conversación. Le agrego, si quiere, un agravante. Cuando el profesor se retiró de mi vista, ya no me importó quedar bien o mal y me admiré de la enormidad que yo había consentido. Pobre Diana, tan confiada en su Lucho: en la primera oportunidad usted ve cómo la defendió. Aunque ella no me quiera tanto como yo la quiero, estoy seguro de que por imposición de nadie me abandonaría así… La entereza y el coraje de mi señora me asombran y en momentos difíciles, como los que estoy pasando, me sirven de ejemplo.

Usted apreciará hasta qué punto se equivocan los que dicen que no tuve suerte en el matrimonio.

En casa me esperaba una sorpresa. Cuando prendí la luz del dormitorio, Diana, que ya estaba en cama, se hizo la dormida. Lo digo con fundamento, porque la sorprendí mirándome con un ojo enteramente despierto. En esa perplejidad me fui a recapacitar a la cocina, donde Ceferina andaba limpiando. Si media un disgusto con mi señora, prefiero no encontrarla, por el fastidio que le tiene.

—¿Qué le pasa? —dijo, y me cebó un mate. Como si no entendiera pregunté:

—¿A quién?

—¿A quién va a ser? A tu señora. Está rarísima. A mí no me engaña: anda en algo.