8

Toda la noche me acompañó la aflicción. Pensando tristezas me desvelé y, cuando oí el gallo que tiene Aldini en el patio del fondo, me dije que al día siguiente iba a estar cansado y que la mano temblaría en los relojes. Por fin me dormí para soñar que perdía a Diana, creo que en la Avenida de Mayo, donde nos habíamos encontrado con Aldini, que anunció: «Los aparto por un instante, para decirte un secreto sin ninguna importancia». Muy sonriente hacía el ademán de apartarnos y enseguida me apuntaba con un dedo. El carnaval desembocó entonces en la avenida y la arrastró a Diana. La vi perderse entre máscaras disfrazadas de animales, que incesantemente pasaban, con el cuerpo a rayas de colores como de cebras o de víboras y con la cabeza de perro en cartón pintado, de lo más impávida. No me creerá: todavía dormido, me pregunté si mi sueño era un efecto de lo que sucedió o un anuncio de lo que iba a suceder. Tampoco me creerá si le digo que, despierto, seguía en la pesadilla.

Mi señora, por aquel tiempo, ya no paró en casa: el santo día lo empleaba en la escuela, sin resolverse por ningún animalito. Una falta de resolución que, según comentó una tarde el propio Standle, da qué pensar. Yo la esperaba con impaciencia y discurría despropósitos: que le había pasado algo, que no iba a volver. Días hubo que cenamos tarde, porque mi señora no regresaba y otros que Ceferina y yo, después de cenar, para distraer el tiempo, jugábamos a la escoba, cuando no a la brisca. Los rumores de la noche eran motivo suficiente para que yo, a cada rato, me asomara al jardín. A su estirada cara de furia y menosprecio, ya de lo más común, Ceferina agregaba entonces palabras masculladas por lo bajo, que se oían perfectamente.

—El niño está con cuidado. Su mujercita no vuelve. Todavía la va a perder.

La intención general y el tono eran siempre los mismos. A veces yo no aguantaba y con una voz que aparentaba indiferencia le decía:

—Me voy a dar una vuelta.

Si usted piensa que no tengo edad de pedir permiso, está en su derecho. Es muy fácil arreglar de palabra la conducta del prójimo, pero cada cual lleva la propia como puede. ¿Qué me aconseja? ¿Que la eche a Ceferina? Guardando las distancias, yo haría de cuenta que echo a la finada mi madre. ¿Que le pegue un grito? A mí no me gusta pasar la vida gritando. Ceferina, con la cara de rabia y con los ojos relucientes, bien a las claras deja ver su desaprobación. Para mí esa desaprobación, no sé cómo explicarme, es una cosa real, algo que está en mi camino, como la punta de una mesa. No me pida que todas las veces que paso la lleve por delante, porque yo prefiero vivir tranquilo y dar un rodeo. Lo de vivir tranquilo es una manera de hablar.

Como le contaba: si me entraba la desazón, con el pretexto de tomar aire, salía a la calle, elegía el lugar menos iluminado, me recostaba contra el cerco y esperaba. Esperaba con inquietud en el alma, porque Diana tardaba más de lo previsible, pero también porque siempre aparecían los vecinos, que viven para sorprenderlo a uno y repartir el comentario por el pasaje.

Una noche Picardo se me vino derechito, como si supiera dónde iba a encontrarme y, sin molestarse en preámbulos ni atenuantes, me dijo:

—Para mí que le dio algo. Me explicó el doctor Rivaroli, un amigo que te voy a presentar, que bastan dos o tres gotas en el café con leche. Cuando se cansa de tenerla como esclava, la vende a los tratantes de Centroamérica.

Otra noche el mismo Aldini, que según Ceferina está perdiendo la vista, con el pretexto de pasear el perro (más bien de arrastrarlo, porque el pobre Malandrín, cuando quiere acordar, se agita y se echa), como le decía, con el pretexto de pasear el perro, caminó hasta donde yo estaba —el lugar más oscuro, le garanto— y me pidió:

—Por favor no lo escuches a Picardo. Ahora te explican todo por las drogas. Haceme caso, hay mucha exageración.

Ni usted ni yo vamos a creer en la fábula de esas gotitas en el café con leche. Admito, sin embargo, que Diana, cuando finalmente volvía al hogar, traía pegados en el vestido pelos de perro. Hay más: olía a perro. Hablaba de perros y del alemán —yo no sabía cuándo se refería a unos y cuándo al otro—, hablaba a toda velocidad, como si una comezón la enloqueciera y, porque la noche no le alcanzaba para discutir los méritos y defectos de sabuesos, ovejeros y mastines, por la mañana seguíamos el debate, hasta que mi señora salía a callejear y yo me dormía sobre los relojes.