Le aseguro que esa noche empezó la pesadilla que todavía estamos viviendo. El profesor Standle sin preocuparse de lo que yo pensara, hundía a mi señora en la idea fija de los perros. Yo no podía protestar, de miedo que ella se pusiera de su lado y me tomara entre ojos.
Volvía más intolerable la situación, el hecho de que el profesor recurría a explicaciones desabridas, que no podían interesar a ninguna señora:
—Para guardianes, la última palabra es la perra —declaró, como si revelara una verdad profunda—. A su mejor perro le ponen los malandrines una perra alzada y se acabó el guardián. En cambio una perra siempre es fiel.
No sé por qué estas palabras provocaron en mi señora una especie de risa descompuesta, que resultaba penosa y que no terminaba. Conversamos de perros hasta que el individuo —a horas en que uno siente culpa de seguir despierto— dijo que se iba. Si no me pongo firme lo acompañamos hasta la escuela. De todos modos hubo que salir a la puerta de calle.
Cuando entramos hallé la casa destemplada, pasada de olor a tabaco y triste. Diana se dejó caer en un sillón, se acurrucó, se abrazó una pierna, apoyó la cara contra la rodilla, quedó con la mirada perdida en el vacío. Al verla así me dije, le juro, que yo no podría vivir sin ella. También, estimulado por el entusiasmo, concebí pensamientos verdaderamente extraordinarios y me dio por preguntarme: ¿Qué es Diana para mí?, ¿su alma?, ¿su cuerpo? Yo quiero sus ojos, su cara, sus manos, el olor de sus manos y de su pelo. Estos pensamientos, me asegura Ceferina, atraen el castigo de Dios. Yo no creo que otra mujer con esa belleza de ojos ande por el mundo. No me canso de admirarlos. Me figuro amaneceres como grutas de agua y me hago la ilusión de que voy a descubrir en su profundidad la verdadera alma de Diana. Un alma maravillosa, como los ojos.
La misma Diana me arrancó de estas reflexiones, cuando se puso a fantasear y dijo que íbamos a tener un perro que nos acompañara y nos entendiera como un prójimo. Usted hacía de cuenta que escuchaba a una criatura. Para peor, Diana hablaba a tal velocidad que si yo no me apuraba en protestar, sus afirmaciones quedaban perdidas a lo lejos y yo debía cargosearla para que desandara camino y las discutiéramos. Además, estaba tan nerviosa (y me gustaba tanto) que, para no contrariarla, muchas veces no la desengañé. Si la hubiera contrariado, pobre de mí. Es muy severa cuando se enoja y le aseguro que no hace las paces hasta que uno prácticamente se arrastró como gusano y le pidió hasta el cansancio perdón. Apenas me atreví a observar:
—Ceferina dice que hay algo monstruoso y muy triste en los animales.
—Cuando yo era chica quería tener un jardín zoológico —contestó Diana.
—Ceferina dice que los animales, a lo mejor, son gente castigada con la maldición de no poder hacer uso de la palabra.
Fíjese cómo es mi señora. Hasta en su locura se muestra vivaracha y tiene contestación para todo. Me preguntó:
—¿No oíste lo que dijo el profesor Standle?
—Oí demasiado.
Insistió sin perturbarse:
—De los perros que hablan.
—Francamente, ese disparate se me pasó por alto.
—Estabas destapando una botella de sidra. Contó que otro profesor, un compatriota suyo, enseñó a un perro a pronunciar tres palabras en perfecto alemán.
—Un perro ¿de qué raza? —pregunté, como un idiota.
—Recuerdo la palabra Eberfeld. No sé decirte si es la raza o la ciudad donde vivían o el nombre del profesor.
Muchas debilidades tuve esa noche y todavía las pago.