6

Aquella noche del cumpleaños, el profesor Standle, hablando de perros, acaparó la atención del auditorio. Era notable cómo se interesaban los presentes, no sólo en el aprendizaje del perro, sino en la organización de la escuela. Yo soy el primero —si el profesor no miente— en reconocer los resultados de la enseñanza, y no le voy a negar que por el término de uno o dos minutos me embobaron esas historias de animales. Mientras otros hablaban de las ventajas y desventajas del collar de adiestramiento, me dejé llevar por la pura fantasía y en mi fuero interno me pregunté si asistía la razón a quienes niegan el alma a los perros. Como dice el profesor, entre la inteligencia nuestra y la de ellos, no hay más que una diferencia de grado; pero yo no estoy seguro de que siempre esa diferencia exista. Algunos alumnos de la escuela se desenvuelven —si me atengo a los relatos del alemán— como seres humanos hechos y derechos.

La voz del señor Standle, un zumbido de lo más parejo y serio que se puede pedir, me despertó de la ensoñación. Aunque no entiendo el porqué, esa voz me desagrada. El individuo exponía:

—Educamos, vendemos, bañamos, cortamos el pelo y hasta montamos el más lindo instituto de belleza para pichichos de lujo.

Mi señora preguntó:

—¿Hay quien le lleva sus perros como otros mandan los chicos a la escuela? Los pobrecitos ¿lloran la primera mañana?

—Mi escuela forma guardianes —contestó gravemente Standle.

—Vamos por partes —dijo don Martín—. Para eso no es necesaria mucha ciencia. Con un collar y una cadena, a usted mismo lo convierto en perro de guardia.

—La escuela va más lejos —replicó Standle.

Mi suegro, tan hosco habitualmente, objetaba para mantener el principio de autoridad, pero no por convicción. En realidad, escuchaba embelesado y, cuando el reloj de cuco sonaba, aparentemente no lo oía. ¿Para qué negarlo? Suspendidos de la palabra del profesor estaban todos, menos la vieja Ceferina, que por sordo encono a mi señora y a su familia se mantenía apartada y, bajo una risita de menosprecio, escondía su vivo interés.

Vaya a saber por qué yo me sentí abandonado y triste. Menos mal que Adriana María, mi cuñada —se parece a mi señora, en morena— se compadeció de mí y en ocasiones me preguntaba si no quería otra sidra.

El profesor continuaba:

—No le devolvemos al amo un simple animalito amaestrado. Le devolvemos un compañero de alta fidelidad.

Al oír estas pesadeces yo ni remotamente sospechaba sus terribles consecuencias. Le aseguro que a mi señora le afectaron el juicio. No hablo como alarmista: usted ha de saber, porque todos en el pasaje lo saben, que ya de soltera a Diana la internaron por lo menos dos veces. Concedo que al principio de la conversación abordó el tema de los perros con aparente calma, hablando en voz baja, lo más bien, como quien se contiene.

—En una casa con jardín —opinó, pensativa— un perro es conveniente.

—En sumo grado —sentenció el alemán.

No asentí, pero tampoco negué. Mucho me temo que esa moderación de mi parte alentara a mi señora. Por el mal camino, desde luego. Aspectos diversos del mismo asunto (los perros, la escuela), alimentaron la conversación hasta muy altas horas.

Intempestivamente declaró mi suegro:

—Si me voy tarde, lo que es yo, no concilio el sueño. A ustedes qué les importa. A mí, sí.

Es claro que a mí no me importaba que mi suegro durmiera o no, pero con increíble calor me defendí de esa acusación de indiferencia, que repetidamente califiqué de gratuita. La interpretación de mis protestas, que se le ocurrió a Adriana María, me obligó a sonreír.

—¡Pobrecito el del santo! —dijo cariñosamente—. Se cae de sueño y quiere que lo dejemos tranquilo.

Yo no tenía sueño (quería, no más, que se fueran), pero me pareció mejor no explicar.

Aunque la conversación continuaba, consideré inminente la partida, porque nos habíamos puesto de pie. A último momento hubo demoras. Tuvo, don Martín, que pasar por el baño y después revolvió la casa porque no encontraba la chalina. Adriana María, que había mostrado tanto apuro y que ahogándose de risa me apuntaba con el dedo y repetía «El pobre no da más», emprendió no sé qué larga explicación ante Ceferina, que la miraba desde lo alto. Don Martín, si no me fijo a tiempo, se lleva mis pantuflas. Inútil aclarar que el chiquilín no se comidió a traer los botines de su abuelo. Para después de la partida de la familia, el profesor me reservaba una sorpresa desagradable. Entró en casa con nosotros.