En agosto último conocimos a un señor Standle, que da lecciones en la escuela de perros de la calle Estomba. Apuesto que lo vio más de una vez por el barrio, siempre con un perro distinto, que va como pendiente de las órdenes y que ni chista de miedo a enojarlo. Haga memoria: un gigantón de gabardina, rubio, derecho como palo de escoba, medio cuadrado en razón de las espaldas anchas, de cara afeitada, de ojos chicos, grises, que no parpadean, le garantizo, aunque el prójimo se retuerza y clame. En el pasaje corren sobre ese individuo los más variados rumores: que llegó como domador del Sarrasani, que fue héroe en la última guerra, fabricante de jabones con grasa de no sé qué osamenta, e indiscutido as del espionaje que transmitió por radio, desde una quinta en Ramos, instrucciones a una flota de submarinos que preparaba la invasión del país. A todo esto agregue, por favor, la tarde en que Aldini se levantó como pudo del banquito donde tomaba fresco junto a su perro, que aparenta ser tan reumático y viejo como él, me agarró de un brazo, me llevó aparte como si hubiera gente, pero en la vereda sólo estábamos nosotros y el perro y me sopló en la oreja:
—Es caballero teutón.